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Teoría de la alegría

abril 22, 2014

De pronto una lágrima se escurre por la mejilla. Piensa que puede deberse a una infección. Hace días que nota el ojo derecho siempre húmedo y aunque en el espejo no encuentra diferencia con el ojo izquierdo, está claro que algo no encaja. Toma la lágrima como una buena señal, una señal de curación. A lo sumo en dos días la sensación de humedad en el ojo desaparecerá. Una segunda lágrima en un intervalo de treinta minutos parece una confirmación. No obstante pregunta al compañero si nota algo raro. El compañero se acerca y pregunta dónde está el problema. El problema es la sensación de humedad en el ojo, la sensación de estar a punto de llorar. Pero, eso sí, sin cuestiones sentimentales, ya que es obvio que se trata de una infección. El compañero dice que no ve nada fuera de lo normal aunque si le duele mejor que vaya a un médico. Él dice que no es dolor. Quizás incomodidad. Por lo demás, cuando cierra el ojo sano sigue viendo bien y duda de si realmente es necesario un médico, pues parece que no se trata de algo grave. En cualquier caso quizás en la farmacia puedan ayudarle. Una tercera lágrima le reconforta y apaga un tanto la preocupación. Cree sentir el ojo seco o al menos con los estándares imperceptibles de humedad. Piensa que el cuerpo se cura a sí mismo. Piensa que el cuerpo necesita su tiempo para completar la curación cuando siente que la humedad va creciendo.

Cuando sale del trabajo, después de tres lágrimas más, acude a la farmacia mientras la humedad se reagrupa. Piensa que si en la farmacia son testigos de una de las explosiones lacrimales les será más fácil atinar con el remedio. Sin embargo, cuando la chica que le atiende dice no ver nada extraño lo atribuye a la inexperiencia de ésta, quizás infalible en las gripes y catarros más comunes, pero ciega para las infecciones oculares. Se demora en la salida observando una estantería donde se acumulan milagrosas latas para adelgazar. Piensa que si espera un poco saldrá otro dependiente con más experiencia, quizás el propietario, capacitado para responder a los más sutiles síntomas. Pero antes de que esto llegue a ocurrir sufre una explosión lacrimal y esperanzado se dirige otra vez al mostrador, con el dedo señalando el camino dibujado en la mejilla y saltándose la cola. La chica reacciona a la defensiva y para quitárselo de encima le expende un botellín de gotas desinfectantes, nerviosa, desbordada. Dos cuarenta. Pero no, el sabe que eso no es el remedio, pero traga y se va, pues sabe que de allí no va a sacar nada que le ayude. No obstante, se mete en el primer baño público para probar las gotas. No pierde nada, piensa, pero antes lee el prospecto y se ofende cuando se encuentra con una simple solución salina que ayuda a eliminar cuerpos extraños al ojo. Tira el botellín a la basura, contrariado, mientras una nueva explosión acontece.

La infección parece extenderse al otro ojo. Piensa que ya no es cuestión de farmacias, sino de médicos. Duda de si es mejor acudir directamente a un especialista o seguir la cadena y visitar a su médico de cabecera. Cierto temor a que se rían de él por una minucia le inclinan hacia el doctor Rodríguez, el cual es siempre eficiente en el tratamiento de sus quejas. Así, cuando las lágrimas se precipitan de los dos ojos, algo que ya había previsto, apresura el paso con intención de que le atiendan sin cita previa, lo cual, ha olvidado, significa esperar y esperar hasta que haya un hueco, sentir la frustración de ver como hay quién entra y en un máximo diez minutos la asistenta del doctor le llama. Pronto se da cuenta de que allí no es bienvenido. El doctor está ocupado todo el día y es reacio a hacer horas extra. Solo tiene posibilidad en caso de que una de las citas no acuda. Es en este momento cuando vuelve a llorar y una alegría inmensa le invade. La gravedad de la infección se ha hecho patente. Lo ve. Mire. Estoy enfermo. No es un catarro. Estoy enfermo de verdad. Pero la asistenta no opina lo mismo y le pide que se deje de tragedias, que hoy es un día con muchas embarazadas y los niños siempre van primero. Aunque intenta explicarle que las lágrimas no se deben a la decepción sino a una infección y que es razonable que se trate de algo urgente, finalmente se rinde y pide cita para el próximo día, cuanto antes mejor. La mujer dice que para mañana están completos pero que tiene posibilidad de ser el primero para pasado mañana. Después llama al siguiente paciente. Se resigna mientras las lágrimas vuelven a caer y esta vez, quizás, sí ayudan a aliviar la frustración.

Al salir, mientras se reproduce el mecanismo de condensación en los ojos, se pregunta si está dispuesto a esperar o acudir a urgencias. Siente que las condensaciones son cada vez más rápidas, de modo que las lágrimas saltan con más asiduidad. No quiere ser un hombre que llora. Es una infección muy extraña. También le inquieta el alivio que sintió después de llorar tras los rechazos de la asistenta. En cierto modo el alivio que sintió se debía a la coincidencia entre unos nervios que necesitaban escapar y la sucesiva explosión lacrimal. En este sentido la infección, con toda la carga de maldad que se le quiera atribuir, con toda la carga de amenaza, sirvió como remedio a una excesiva carga de frustración. Piensa que quizás no se encuentra en una situación de verdadera urgencia. Lo mejor es llamar al trabajo y tomarse unos días libres. No se siente con fuerzas para explicar a los compañeros que es una reacción frente a una infección y no un estado emocional precario. Puede imaginar la molesta carcajada de González, hecha para certificar a todo el mundo que algo le hace gracia, hecha para arrastrar otras carcajadas y devenir en coro chistoso de la tragedia. Los hombres no lloran en el trabajo. Los enfermos no van al trabajo. El jefe es comprensivo aunque lo apunta todo. Pero peor es que lo vean llorando.

Parece que la infección ha empeorado cuando ha apagado la lámpara de la mesilla de noche. Justo en ese momento, justo cuando empezaba a escuchar su respiración, ha roto a llorar, de manera continua, al menos unas dos horas. Alarmado se ha mirado en el espejo, esperando encontrar una fuente de pus o legañas gelatinosas. Pero los ojos parecían normales, para nada enrojecidos e incluso no se podía decir que fueran unos ojos llorosos, aunque quizás, sí, los parpados un poco hinchados. Lo extraño era que las lágrimas no parecían pertenecer a los ojos y más bien caían como esos globitos de agua que los actores revientan para vencer la dificultad de llorar ante las cámaras. Está inquieto. Intenta comprender buscando en páginas web que finalmente no aclaran nada, ya que en muchas de las patologías descritas presenta unos síntomas pero le faltan otros. Después de las dos horas de lloro continúo, las lágrimas caen a intervalos de más o menos treinta minutos. Piensa que ahora hay luz, y aunque no puede asegurarlo al ciento por ciento, cree que ha ayudado a cortar la hemorragia. No obstante, la herida sigue abierta. Pero dado que considera que es demasiado tarde para acudir a urgencias en tanto que no hay razones que conduzcan a pensar que va a morir esa noche, decide experimentar y apaga la luz. Espera, mira su sombra, se escucha respirar y de pronto las lágrimas se vuelven torrenciales. El pulso se acelera.

Le parece inobjetable que hay una relación entre oscuridad y lágrimas. La luz atenúa la infección. Es algo que debe decir al médico. Quizás el virus, o la bacteria, quien sabe, se incubó de noche y es fotosensible. Pero dado que la luz no neutraliza la infección, cabe pensar que al agente patógeno le es más dificultoso llevar a cabo sus ataques, lo cual, paradójicamente, es síntoma de su fortaleza. Le preocupa que la infección pueda estar creciendo y pronto la luz ya no sirva como última defensa. Mientras acontece de nuevo una explosión, investiga en la red sobre bacterias y virus fotosensibles y la mejor forma de combatirlos de forma casera, al menos provisionalmente. El mejor consejo que puede leer es que acuda a un médico. La alarma se desata cuando aparece la palabra cáncer. No obstante, no presenta ningún síntoma. No siente dolor, no tiene visión doble, no hay llenura en los párpados o en la cara. No tiene siquiera enrojecimiento. Este no tener atenúa las alarmas. Seguro que no es nada. Pero dado el exceso de ansiedad se produce otra coincidencia y las lágrimas logran aligerar la carga nerviosa. Parece sentirse mejor. Incluso esboza una sonrisa. Se pregunta si cuando hay coincidencia llora de verdad y no hay infección. Quizás hay alivio porque antes ha habido emoción. Con la infección hay preocupación. No quiere quedarse ciego.

Se imagina ciego. Solo. Sin nadie que le ayude, a tientas, desorientado, desesperado. Se imagina el rechazo de los vecinos, quizás un alma caritativa que le hace la compra y le roba las monedas, quizás un compañero haciéndole una visita para contarle como está el ambiente, los últimos despidos, los últimos ascensos, los nuevos lameculos. El miedo a salir a la calle, expuesto, debilitado. Se imagina en el suelo, pidiendo auxilio en la oscuridad mientras escucha el zapateo de los viandantes. Llora. Hay de nuevo emoción. Apaga la luz porque sabe que hay un torrente de tristeza que necesita salir. Llora. Lentamente la emoción se apaga. Llora. La sensación de alivio se extiende por todo el cuerpo. Lentamente la coincidencia se apaga. Llora. Enciende la luz. Las lágrimas caen durante un rato más. Ahora son molestas. Las infecciones son molestas. El llanto cesa. Es solo una tregua. Pronto volverá a llorar, enfermo, automáticamente, lágrimas sin emoción. Lo mejor es ir a urgencias. No puede esperar, de lo contrario, intuye que caerá en un pozo sin fondo. Se pregunta si aún hay tranvías o si lo mejor es pedir un taxi. Le molesta la idea de que alguien pueda verle llorando. Lo mejor sería ir a pie, amparado por la luz anaranjada de las farolas y unas gafas de sol. Mientras se viste  reconoce que la infección ha dado gusto a la hipotética tristeza del ciego, aunque es reacio a otorgar valor a tal emoción.

Cree que la transparente iluminación de la sala de espera restará posibilidades a la ofensiva bacteriana. Le han dicho que en cuanto puedan le atenderán. Cuenta las personas que esperan junto a él. Diez es un número redondo y excesivo para sus intereses, aunque no tarda en darse cuenta de que el número varía según los que entran y los que salen. Parece una noche tranquila, según deduce de los bostezos del guardia de seguridad. Pero de pronto irrumpen las sirenas de una ambulancia y tres hombres con batas blancas salen a la carrera. Empieza a llorar. Un cuerpo se convulsiona en la camilla. Piensa que aquello extenderá la espera mientras un niño con rostro amarillento le señala y se ríe burlonamente hasta que la madre le llama al orden y le pide disculpas. Pese a la enfermedad el niño no pierde la alegría. No pasa nada. El niño no sabe que él es una máquina estropeada y no un cobarde, un cagón que no se atreve a saltar por encima del pozo. Se impacienta cuando llega otra ambulancia. De pronto por los altavoces se les pide que si no es estrictamente necesario vayan a sus casas, pues en las próximas horas van a recibir a los heridos de un accidente múltiple. Su mirada se cruza con la de un hombre con el brazo partido que lleva esperando más o menos el mismo tiempo que él. Llora. Sopesa la gravedad de las lágrimas y decide marcharse. Al salir observa como bajan a un niño con la cara rajada y el horror grabado en los ojos. Llora. Marcado de por vida, señalado por niñatos amarillentos en el todo vale de los recreos. Entonces se sumerge en una calle sin farolas. Las lágrimas arrecian.

La visita al doctor Rodríguez no ha servido absolutamente de nada. Primero se ha mostrado escéptico con la descripción de los síntomas reforzada por dos demostraciones reales. La luz empieza a no tener efecto. Después, el doctor ha examinado los ojos como la forma más eficaz de consumir los quince minutos que se ha asignado por paciente, para al final soltarle en la cara que o bien era un farsante o bien debía remitirle a un mecánico del alma. Le ha parecido preocupante que el doctor no se sintiera intrigado por una enfermedad rara y mientras rompía a llorar por tercera vez se ha atrevido a sugerirle que un examen superficial no era suficiente, que era necesario ir a la sangre. La infección está en la sangre. Después le ha despachado con unos ansiolíticos y el número de teléfono de la doctora Cecilia, una buena especialista. Ha llorado, y una vez en la calle, el desaire ha coincidido con las lágrimas. Una vez aliviado se pregunta si el doctor tiene razón. Al fin y al cabo es el experto. Quizás más que una infección lo que le aqueja es una disfunción de la mente. Se toma una pastilla. Se pregunta si la coincidencia es más que eso, simple coincidencia, y va más allá y es un camino que debe recorrer para curarse. En ese sentido, piensa mientras la pastilla hace efecto, el alivio bien pudiera ser la recompensa por tomar el camino.

Mientras llora de nuevo por medio de la infección, piensa que el alivio sentido en las lágrimas de tristeza comparado con las de la frustración era, por qué no decirlo, más poderoso, más gustoso. Entonces busca en la tristeza y la burla del primer niño le empuja a la cara rajada del segundo y la tristeza similar que le aquejó cuando se imaginó ciego. Ambas eran situaciones de desamparo. Era este un gusto por el vaciamiento, por la descarga de una condensación emocional en la que la precariedad era el vector que aumenta la presión. La tristeza fruto del desamparo. Recuerda a su madre. La pobre dejó un día de luchar. Estaba cansada. Sonriente hasta el último momento. La última caricia. Llora. Recuerda cuando le cogió la mano, cuando sintió la tensión del último segundo, la distensión del segundo después y el frío de un mundo sin madre que te tiende la mano cuando te has caído. El ciego en el suelo, la raja en la cara que te convierte en un viejo de doce años. Llora. Recuerda cuando Marta lo abandonó. Lo siento. Me gusta otro. No lo conoces. Me hace sentir especial. Tú me gustas, pero… Llora. Cuando Lorena, después de haberle dado esperanzas, se decantó por Pedro. Sabe tratar bien a las chicas. Es encantador. Lo siento. Tiene algo que tú no tienes. Llora. No preocupas a nadie. Mamá siempre era una mano que te acariciaba cuando estabas bajo de moral. Pasaba suavemente los dedos por los cabellos, sin cantar, aunque no importaba, pues el hecho de tocarte era el canto mismo. Llora.

Llega un momento en el que se da cuenta de que el alivio no llega. Se alarma. Llega un momento en el que deja de llorar y la tristeza sigue ahí, mesando las entrañas. No ha habido deshago, descarga. No puede imaginarse que la infección se haya curado. No puede ser. Se desespera. Hundido en la tristeza no pueden faltarle las lágrimas ahora. Camina. Siente los ojos hinchados. Escuecen. No ve salida sin el alivio que producen las lágrimas. Testa. No hay condensación. Camina. Testa de nuevo. Lo que antes era una incomodidad es ahora una necesidad. No puede admitir que una vez se ha lanzado al pozo se ha quedado sin lágrimas. Llueve. Camina. La infección ha cancelado sus servicios. Las defensas han ganado. El cuerpo se ha curado a sí mismo. Quizás necesitaba la tristeza para provocar una tormenta que limpie todo. Quizás ha tenido que sacrificar defensas propias. Sacrificar el alma para seguir viviendo. Camina. La enfermedad ha sido vencida a costa del alma. No ve salida. No le tranquiliza la salud. Necesita llorar más. Necesita el alivio, no su perspectiva interrumpida. Camina. Llueve. Al fondo se dibuja la estación de tren. Se dirige a ella. Testa. No hay condensación.

Entonces piensa que no hay más esperanza que los raíles. Los ojos se han secado y el alma no está aliviada. No habrá coincidencia. Los trenes salen y entran. Las ruedas resbalan después de que se activen los frenos. Las salidas son un poco más bruscas debido al momento de aceleración. Siempre hay una resistencia con la que contar, eso es obvio, y el cuerpo, curado, se resiste a saltar con un interregional que acaba de llegar. No obstante, se siente arrebatado por la idea de que los raíles son el alivio, el alivio definitivo, quizás el más placentero, la descarga del alma. Quizás al otro lado le espera la madre por la que ya no puede llorar. Quizás pronto llegará ese niño con la cara rajada y rendido a la idea de la horca. Allí habrá paz, el fin del desgarro. Ningún niño te podrá señalar, aislar, repudiar. Hay una línea de seguridad que aparta del peligro de las ruedas. El corazón se acelera cuando coloca los pies en la zona amarilla. Pronto llegará un intercity. Todo está programado. El tren partirá en diez minutos. Se pregunta si no es mejor aprovechar la salida y el momento de aceleración. Una salida le parece incluso más optimista. El tren arranca y antes de que cierren las puertas salta. Abre los ojos. La ventana guarda los restos de la lluvia, el reflejo de su rostro. No sabe adónde va. No tiene billete. La condensación vuelve a organizarse. En breves minutos llora de alegría.

Teoría de la buena vida

junio 1, 2012

Las grasas son malas, lee. Provocan obstrucción de las arterias y son el fundamento de la obesidad mórbida, entre otras cosas; por lo que si toma una porción diaria de fetilín, cuyo principio básico es la fetilina, la cual bloquea la absorción de las grasas que consumimos, podrá hartarse de hamburguesas, de pizzas y de las más cremosas salsas para cubrir una generosas cabezas de lomo sin que ganemos kilos.

Hay dos maneras de leer esta publicidad. La primera es antes de haber comprado las pastillas de fetilín. La segunda es después de seguir el tratamiento durante un mes y comprobar que entrelineas se encontraban ruidosos apretones que en situaciones sociales ha obligado a disculpas apresuradas y tufosas. En la intimidad, en cambio, el predomino de las diarreas lo ha envuelto todo en un ambiente de tristeza. A cambio guarda una hermosa figura sin privarse de sus preciados corderos asados culminados en postres bañados de chocolates fríos y calientes.

El alcohol es malo, lee. Su abuso provoca degeneración cerebral, cirrosis y úlceras estomacales, entre otras cosas; por lo que si toma una porción diaria de alcoholín, testado científicamente con más de cien alcohólicos crónicos, podrá ponerse ciego de ron, vodka, tequila, según sus apetencias, sin que por ello disminuya su masa cerebral y el hígado se resienta, por no hablar de las insoportables resacas, las cuales en el futuro quedarán totalmente erradicadas.

Del alcoholín ya no puede prescindir. El alcoholín ha hecho posible que pueda salir todos los días y beber sin parar, ir al trabajo sin dormir y tener un aspecto impecable, no determinado  por el silencioso malestar de la boca seca, el dolor brumoso de cabeza y los oídos zumbantes que rememoran la música de la noche. El alcoholín, no obstante, hace que tenga que ir al baño cada quince minutos y mear de manera abundante. Una orina cuyo color es una especie de amarillo nicotínico y muy pudenta, que salpica y se pega a las manos, obligándole a lavárselas con doble ración de jabón una vez ha terminado.

La soledad es mala, lee. Es la fuente primordial de las depresiones y los suicidios, entre otras cosas; por lo que si se adhiere a la generación sexilín tomando una porción diaria, podrás dormir con una persona distinta cada noche si eres de tendencias don juanescas o a conquistar a la mujer que amas en secreto y formar con ella una bonita familia de juguetones. Todo esto gracias a la emisión de ondas de atracción sexual que atrapan al objetivo deseado, tal y como se ha comprobado después de un estudio de más de dos años realizado por laboratorios independientes.

Una pastilla de sexilín es suficiente para atraer a la rubia de ojos verdes con la que se ha encaprichado esta noche. Bailan, se besan y van juntos al baño. Vuelven a bailar y creen que ha llegado el momento de ir a su casa. El sexilín es realmente efectivo hasta después de la eyaculación. Luego comienza una sudoración copiosa y agria, que avinagra el ambiente y hace que ellas empiecen a comprender que todo ha sido un error y que es mejor irse, soportando a duras penas como los vapores que él desprende violan su olfato mientras se visten apresuradamente. No le importa que se vayan, ni que cuando se cruza con ellas en la calle no puedan evitar un rostro de asco, cercano a la sensación incontrolable de vomitar. Solo es sexo y nunca ha pensado en casarse.

Ser pobre es malo, lee. Es causa de hambre, sed y exclusión social, entre otras cosas; por lo que con tan solo una porción diaria de dinerín, el éxito en los negocios se desbocará y todo dependerá del grado de ambición que le motive, ya que la esencia de la plectanthrus australis hace que el cuerpo funcione como un imán para las inversiones más ventajosas, las ideas de negocios más innovadoras y la consecución de un yate que colma las posibilidades de una vida que todo lo puede comprar. Si no se es tan ambicioso no por ello se desdeñará un apartamento en la playa, un televisor tres-d, un todoterreno para ir de compras al centro de la ciudad y seis semanas de vacaciones pagadas. Mínimo garantizado.

Con tres clubes de moda ideados y que todas las noches se desbordan, tan solo tiene que ir unas horas a la oficina para leer los resultados del día, siempre buenos, los resultados del trimestre, siempre creciendo, los resultados del año, siempre superando el ejercicio anterior. El dinerín, al contrario que las otras píldoras, no parece tener desagradables efectos. Solo tiene que poner la mano y de inmediato queda llena de cash. Lo único que parece haber cambiado es un ligero dolor de cabeza que se agudiza cuando se encuentra con alguien que pide dinero en la calle. No obstante, es como una leve alergia, ya que desaparece cuando se aleja y no mira, concentrado en como aplacar el hedor de la reciente diarrea, las manos amarillentas y las emanaciones avinagradas de la última eyaculación. Ellos no pueden comprar desodorante para ocultar su mala vida; mientras que él tan solo tiene que poner la mano y apartar la vista.

Teoría del desprecio

abril 2, 2012

El nervio sobreexcitado. La nariz continuamente aspirando. La boca mascando de manera furiosa un chicle que hace horas que perdió el sabor, observando como si fuera un radar que lanza sus ondas de búsqueda. La cabeza va de un lado para otro sin que los ojos parpadeen, excesivamente abiertos. Sigue líneas de recorrido que rápidamente cambian de dirección. La rodilla se mueve al son de una batería que se repite y engancha. Va al baño, rápido. Orinar y una línea. Sacar primero los mocos. El cerebro como una turbina. Volver y apoyarse en la misma columna de antes, creyendo que todas las luces le iluminan. Cuando cree que se ha equivocado de local y que allí nadie parece apreciar su aura, sale.

El sol dota de ardor a los ojos enrojecidos. Se pone las gafas. No sabe adónde ir. Lo único que tiene claro que a dormir no, que aún le quedan dos y que para nada tiene sueño. Siente que todos le miran, le admiran. Siente que irradia alegría, paz, felicidad, clase. Todo a gusto del que le mira, irradia lo que te gusta, lo que necesitas, lo que apetece, lo que no eres y quisieras ser. No le importa sonreír cuando choca con un chaval ajetreado, esperando unas disculpas. Pero el chaval le mira con el desafío que proporcionan tres colegas a sus espaldas. Está claro que si quisiera les daría una tunda. Quizás podría probar con una sola mano, para entretenerse un poco. Pero a cambio cree percibir unas buenas nalgas a las que pretende seguir y cuando está lo bastante lejos realizar una sonrisa de desprecio. Si quiero los mato.

Pero la vida triunfa ante la muerte cuando unas luces anaranjadas se dibujan en sus gafas de sol. Girl´s. Algo le dice que allí, que allí es fácil, que tan solo tiene que contactar con los ojos que le darán en el baño la mamada de su vida. Todo se hará más fácil si insinúa que aún le quedan dos. Algo le dice que allí abundan esas bocas esqueléticas que abren los ojos de alegría y pasividad cuando descubren que eres un hombre que aún le quedan dos. Pero el paraíso esperado viene coartado por dos porteros sudorosos y anabolizados. El paraíso cuesta cincuenta euros con derecho a copa, le informan. Puede pagar. Advierte la desilusión de los porteros, que esperaban un pequeño altercado. Realiza un bufido de desprecio mientras entra, no sin antes dejar propina. Sois mis empleados, estáis a mi servicio.

Al entrar vuelve a hacerse de noche con luces fosforescentes, cambiantes y que iluminan por intervalos los rostros de aquellos que mascan un chicle que hace horas que perdió el sabor, observando como si fueran radares que lanzan sus ondas de búsqueda. Los nervios sobreexcitados. Las narices continuamente aspirando. La pista de baile está vacía y los rostros se alinean en la barra. A todos les quedan dos y en algunos momentos alguno abandona la barra para ir al baño y prepararse unas líneas, no sin antes sacarse unos mocos que ya parecen marcianos. Cerebros como turbinas. Aunque está decepcionado porque allí no hay cacho que coger no puede dejar de caminar hacia la barra, como si fuera un metal atraído por un imán. Pide un cubata y su cabeza se alinea con la de los otros, mirando a izquierda y derecha, moviendo las rodillas al son de la música. Antes de dar el primer trago, se pone un chicle de menta en la boca. A diferencia de los demás, su chicle sí que tiene sabor, y los desprecia. Patéticos.

Teoría del zombi

febrero 20, 2012

Pone la cafetera al fuego sin darse cuenta de que no la ha llenado de agua, por lo que en unos minutos, cuando acude a comprobar si ya ha salido el café y extrañado ante la tardanza del gorjeo que señala la salida, se lamenta de que el calor ha dañado la goma que sujeta el filtro. Al tomar conciencia de que debe comprar otra goma, le entra una abrumadora sensación de pereza. Vestirse, abrigarse, coger el autobús, entrar en el supermercado y sumergirse en esa iluminación sin sombra que todo lo resuelve en paquetes de letras grandes y coloreadas. Pero el poder tomar café es primordial. Sin café no puede empezar a andar, a pensar, a trabajar o a combatir precisamente la pereza. Es un activo vital y el horror light que le acaece cuando imagina su ausencia a las seis de la mañana, antes de ir a trabajar, le supone el empujón definitivo para ponerse los pantalones e ir a la parada del autobús.

Seis minutos despiertan la impaciencia de la espera y el aire frío del invierno el lamento por haber olvidado la bufanda que le hubiera protegido de los inicios sintomáticos de un catarro. Que malas son las prisas, piensa, pero las prisas son efecto del frío y la exigencia de exponerse a él el menor tiempo posible. Volver al refugio, al calor, la comida y el poder dormir fuera del alcance de  los depredadores. Un calor que paradójicamente dará vida a un virus inoculado en la intemperie y en el contacto con el hombro de la mujer híper-perfumada que ha dicho a regañadientes que el asiento en el que estaba su bolso estaba libre o con la del polvoriento obrero de ropas reflectantes que se ha sonado la nariz con un pañuelo de tela. Calor alimentado de radiadores, calor del edredón de pluma y de las manos de la vendedora que han rozado las suyas y se han sonrojado.

Calor que prepara una cortante hostia de frío cuando tiene que esperar de nuevo al autobús, parcialmente satisfecho porque mañana no faltará café en la mesa. Calor de los cuerpos apretujados, de los frenazos, de los treinta segundos para que unos puedan bajar y otros subir. Calor que reacciona ante la proliferación del virus, que se multiplica, que necesita espacio y que ya ha tomado las colinas de la garganta. Suda y por ello humedece la camiseta de un chaval que no tiene más remedio aguantar. Suda y huele. Tose sin poder taparse la boca mientras recibe dos o tres males de ojos. Al bajar del autobús se siente desbordado por la recuperación del espacio. Ahora ya no hay nadie sobre el que sostener su debilidad. Se desmaya.

 

Despertar y ver una pared blanca. Parpadear rápidamente como consecuencia de unos ojos molestos por el exceso de luz. Da unos cabeceos como síntoma de pánico, siente un pinchazo y se relaja, se relaja hasta que vuelve a caminar por los prados, tranquilo, acariciando la hierba mientras de lejos escucha una voz de mujer que parece cantar unas nanas. Lentamente se va dibujando, al fondo del prado, una casa de madera, que nunca ha visto pero que le resulta familiar. Se dirige hacia allí, la casa cada vez más grande. Abre la puerta y sabe que debe subir a su cuarto, en donde le espera la cuna que su abuelo talló con sus manos. Se acuesta y se relaja, se relaja.

 

Despertar y ver una pared blanca. Parpadear rápidamente como consecuencia de unos ojos molestos por el exceso de luz. Intenta dar unos cabeceos como síntoma de pánico, pero algo le sujeta. Después una voz que parece salir de un altavoz le pide calma, serenidad. Dado que no puede luchar cede, pero pregunta. No hay respuesta. Al menos no inmediata. Antes la voz le pregunta si le apetecería un zumo de naranja. El replica que mejor un café, aturdido. Solo hay zumo de naranja de tal modo que solo puede responder sí o no. Sí, aunque no puede beberlo si sigue maniatado. La voz sentencia que aún es pronto para eso de modo que le van a administrar por vía intravenosa las propiedades exactas de un zumo de naranja recién exprimido.

Intenta dar de nuevo cabezazos, mezcla de pánico y protesta. Siente un pinchazo. No ha visto quien se lo ha administrado. Solo puede mirar la pared blanca o cerrar los ojos. Siente que suda. Se queda quieto. Jadea rápidamente, parece que le falta el aire. La voz le pide calma, serenidad; estado que ya no puede ser inducido con medicamentos y que solo puede hacer por sí mismo, por propia voluntad. Dada la impotencia y el dolor de cuello cada vez que se creía con fuerzas para romper la correa que le sujeta la frente, para y afirma que se ha calmado pero que necesita saber por qué. La voz dice que el por qué es irrelevante y que lo que en realidad apremia es su disposición a colaborar. Añade además que hasta que el número de pulsaciones por minuto no descienda no pueden considerar que se haya tranquilizado, por lo que aprovecha para pedirle una vez más calma, serenidad.

La voz da paso a unos minutos con violines que no le producen ningún efecto. La pared blanca es un foco de exasperación multiplicado por el exceso de luz que atraviesa los parpados. Pero lo peor es la inmovilidad. Un cuerpo que no puede sacar el nervio. Tiene la sensación de que pronto algo va a explotar, no sabe si el corazón o su cabeza. A veces aprieta los dientes. A veces cree que puede dormirse si realiza un esfuerzo para vaciar el cerebro. Pero los violines se imponen y reclaman atención. En un arrebato escupe hacia la pared, pero el gargajo cae en su pecho. Con la cabeza inmovilizada es muy difícil llegar lejos. Debería entrenar, fortalecer músculos faciales y adquirir habilidad para producir gargajos con el peso perfecto para un vuelo directo. Imagina un gargajo verde, griposo y quizás manchado de nicotina; un gargajo que rompa el predominio del blanco. Se da cuenta de que pensar en gargajos le distrae y en un arrebato de optimismo, sin posibilidad de calcular las pulsaciones por minuto, le hace saber a la voz que se ha calmado.

Espera respuesta unos minutos pero al cabo cree que los violines van a sonar durante mucho tiempo. Intenta de nuevo agitarse, contorsionarse, removerse. Cada vez que lo intenta se cree con la fuerza suficiente para romper las correas. Pero al cabo, cuando se da cuenta de que no ha movido ni un centímetro y el dolor le hace imaginar cardenales en los antebrazos, tobillos y frente, ceja en el empeño. Vuelve a soltar un gargajo, con todas las fuerzas que es capaz de reunir; el cual llega esta vez unos centímetros más cerca del ombligo. Siente una rabia inmensa. Quiere morder. Agarrar la voz y darle un bocado en la garganta. ¡Eso no se hace! Es entonces cuando la voz interviene pidiendo de nuevo calma, serenidad; a lo que replica con un no le sale de los cojones relajarse mientras no le dejen levantarse y apaguen esos putos violines.

La voz, como si no hubiera escuchado y tan solo se ciñera a un guión o a una grabación, pregunta si le apetece comer pan, queso y disponer de medio litro de agua. Responde que comer es llevar de la mano a la boca, masticar, saborear y detenerse cuando aparece la sensación de hartazgo; y no una jodida inyección que deja el estómago vacío y que no es siquiera capaz de engañarlo. ¿Qué mierda esperan? La voz responde que tan solo tiene que decir sí o no y que por lo demás las cosas están claras, pues tan solo esperan calma, serenidad. Creyendo que hace daño, decide abstenerse; por lo que la voz, pasado un tiempo prudencial, da por hecho que se ha decantado por el no. Vuelven los violines y en ese momento los violines zarandean sus nervios hasta el punto de que piensa poder romper las correas o creer que solo parará si se rompe el cuello o un brazo o una pierna. Pero el esfuerzo no sirve siquiera para mover un milímetro, aunque sí para que se quede sin energías, muy lejos de poder romperse el cuello. Jadea.

El gargajo ronda su cabeza, pero tiene la boca seca y no le apetece sumar una mancha más o menos cerca del ombligo. Calma, serenidad. Respira hondo, como si con ello quisiera marcar la recuperación de un nivel destacado de energía, que viene envuelto por la trampa de hacerse creer que puede romper las correas. En ese momento los violines alcanzan un punto extático, que silenciosamente ha ido creciendo, preparando la explosión, la culminación. Por alguna razón cree que esta vez sí, que lo conseguirá, que las correas se disolverán como efecto de su furia y que podrá volver a ponerse en pie. Y mientras empuja imagina que una vez libre descubrirá el rostro que hay detrás de la voz, con todas las ganas que ello desata y que contribuyen a una presión que alcanza su peak cuando siente que los ojos es la única cosa que consigue mover, aunque está vez parecía que iban a saltar sobre su ombligo. Los violines se apagan. Parece que hay una pausa, lo que conduce a desvelar una abrumadora sensación de agotamiento. Cree que puede dormir, aunque piensa que ayudaría si bajaran un poco la luz.

De pronto la voz empieza a contar ovejas, susurrando los números. Una oveja. Dos ovejas. Tres ovejas… De una oveja a otra hay una pausa de un segundo que marca el ritmo de unas palpitaciones que se van acelerando. Mataría a la oveja, a las ovejas. Quince ovejas. Cada golpe de voz acrecienta la rabia. Veinte ovejas. Siente como se hinchan las venas de su cabeza. Suda, aprieta los dientes, se constriñe. Entonces la voz deja de contar ovejas. Las mandíbulas se relajan y puede escuchar con nitidez las palpitaciones que retumban en el pecho. La voz, mostrándose decepcionada, le advierte de que no hay más remedio que recurrir a medicamentos, una vez comprobada su incapacidad para serenarse, calmarse. Y antes de que pueda realizar el último intento para romper las correas, motivado porque parecía que la voz le hablaba de más cerca, casi rozándole la frente, siente un pinchazo en el brazo. Maldita hija de la gran… Todo se vuelve en una oscuridad apacible que lleva a una puerta que es un vestíbulo que da directamente a una pradera en donde solo tiene ganas de correr hasta alcanzar la casa que se recorta en el horizonte que se agranda hasta llegar a su puerta y entrar y subir a la habitación donde espera la cuna que su abuelo talló con sus manos.

 

Despertar y ver una pared blanca. Parpadear rápidamente como consecuencia de unos ojos molestos por el exceso de luz. Da unos cabeceos como síntoma de pánico, se remueve y siente como algo viscoso pringa su cara, su ropa. Da un grito y con unos manotazos se quita todo lo que tiene encima. Esta mareado, pero no lo suficiente como para saber que al despertar ha movido un cubo de basura que ha volcado directamente sobre él. Huele a plátano, pescado, ensaladilla. Da unos pasos. Esta en un callejón. Al fondo se filtra la luz que conduce a una calle principal. No sabe exactamente su ubicación, pero se siente optimista, pues sabe perfectamente que esa es su ciudad.

El mareo persiste. Le gustaría correr, pero el mareo persiste. Al menos puede caminar, piensa, y está seguro de que podrá coger un taxi. Se busca en los bolsillos. Mierda, ha perdido o le han robado la cartera, pero está seguro de que en casa sí hay. Lo difícil es convencer al taxista, y más teniendo en cuenta que carece de documentos que pudieran servir de fianza. Piensa que debería ir a la policía, pero ahora mismo no le apetece que nadie le haga preguntas. Mejor en casa, mejor una ducha, mejor intentar recordar que le ha ocurrido. No obstante, no puede dejar de sentirse optimista, pues ¡puede moverse! Avanza con el cuerpo oscilante.

Al llegar a la bocacalle se para en seco y observa de un lado para otro. Intenta reconocer la plaza, el nombre, las líneas de autobús y las paradas de taxi. También los bares y las tiendas de ropa, o el kiosco en el que ocasionalmente compra el periódico y dos paquetes de tabaco. Pero antes de que pueda darse cuenta de alguna marca, cree reconocer una voz, un tono de voz. Mira a la izquierda, buscando la procedencia y cree que corresponde al primer rostro que ve, al cual se abalanza con rabia. ¡Eso no se hace!, piensa. Maldita hija de la gran puta, eso no se hace. De un bocado le arranca parte del cuello. Saborea la sangre lo justo para darse cuenta de que la voz se ha trasladado a otro cuerpo. Mira a la derecha y lo identifica de inmediato. Por suerte está cerca, la garganta está cerca. Pero no puede detenerse en saborear la carne pues la voz es rápida y toma de inmediato otro cuerpo. Tras varios cuerpos dejados atrás piensa que quizás la voz no cambia de cuerpo, sino que está en todos los cuerpos. No tarda en darse cuenta de que otros piensan como él, de modo que facilitan la tarea a su propio cuerpo, el cual, en ningún momento, ha dejado de oscilar.

Teoría de la duda

septiembre 21, 2011

Una sombra se recorta sobre la fina lluvia que cae, incesante, empapando silenciosamente la ropa. Las luces fosforescentes ofrecen refugios temáticos. Una cueva, una barra, el desierto. Chocar los hombros de otros no es algo infrecuente, como tampoco es recibir un insulto que es mejor ignorar, pues se camina hacia una esquina, hacia un contenedor de basura que rebosa de moscas y de ese hedor agriado que es la suma de restos de café, cola, yogurt, caramelos, zumo de naranja, de manzana, de plátano que también deja su ausencia en piel o como yogurt recargado de bifidus y vitaminas E, D y B.

Allí, bajo la parpadeante farola, aparece y desaparece una silueta que fuma, que espera a que se acabe la pausa para volver al frenesí de una cocina un sábado por la noche. Siempre con la pausa aprovecha para tirar uno o dos sacos de basura. Él está autorizado a utilizar ese contendor, pero hay otros que no y alevosos tiran sus basuras porque no pueden pagar un contenedor propio. A esos se les persigue. El dueño del restaurante se ha quejado de que le es imposible mantener la calle limpia mientras no se detenga a los furtivos. Cuando llega se pone unos guantes de plástico y con una vara revuelve buscando papeles rotos que muestren el principio de una dirección o un nombre completo. Muchos se cuidan de tirar el correo en lugares lícitos, pero a veces ni las más extremas precauciones les privan del movimiento rutinario de abrir la puerta de debajo del fregadero y tirar la carta del banco que informa de los últimos movimientos del mes realizados por Elizondo Gonsalveç.

Un nombre es suficiente razón para sancionar. Cada cual es dueño de su propia basura y las cartas desechadas son el certificado de propiedad. Juan José Colomer Grau. Un nombre significa una dirección donde enviar la cuantía de la multa así como dos folletos en donde se explica lo injusto y abusivo que es utilizar los contenedores de otros. Los nombres se encuentran en la factura salpicada de kétchup de dos hamburguesas plus prima, dos colas gigantes y tres porciones de alitas de pollo picantes. María Lamela. Una dirección puede conducir a nombre después de descubrir los restos discretos de los paquetes utilizados para distribuir vibradores o muñecas de tamaño real que copian a las chicas en bikini de los ángeles. Jonás McFarlan. La pregunta surge cuando lo que se encuentra es un dedo, pues cabe dudar de si su dueño es dueño asimismo de la basura.

Ahora bien, lo que sí está claro es que en un primer momento el asunto compete al estamento de policía criminal, por lo que no duda en llamar. Entretanto, y una vez finalizada la jornada, se le ocurre preguntar en el parte si un dedo, de cuyas huellas dactilares cabe colegir un nombre y una dirección, es causa suficiente para determinar comportamiento alevoso.

Abierto el debate, finalmente el jefe del departamento de basuras determina que solo cabe la multa en caso de que carezca de requerimientos judiciales o condenas por cumplir o forme parte del victimario, accidental o no. En el caso que nos ocupa y una vez la parte policial determinó en un noventa y cinco por ciento de probabilidad de que el corte se debiera a un accidente casero, y atendiendo a la circular del jefe, le es lícito cursar una multa. Ahora bien, pese a la claridad con la que debe actuar, cierta picazón en el estómago le ayuda a tomarse una licencia profesional y averiguar si el dueño del dedo era el dueño de la basura, pues aún duda de que pueda haber una relación directa entre basura y dedo como puede haberla con los restos de correos.

Toda dirección remite a un habitáculo y todo nombre a un cuerpo, en este caso uno al que le falta el índice. Todo habitáculo tiene un camino que lleva a cruzar la gran autopista, siempre colapsada y llenada por las veloces voces de la radio, que continuamente apelan a la última hora, al último minuto, al último segundo. La originalidad reducida al instante en que aparece lo nuevo, aunque solo sea una infidelidad más o una nueva guerra o el hundimiento del euro o el comienzo de la campaña estival. De un segundo a otro pasamos de la primavera al verano, de la calefacción al aire acondicionado, de la autopista a un barrio con baches en el asfalto y niños descalzos en las aceras. Al bajar pisa una jeringuilla y al entrar en el vestíbulo una cara desdentada le pide una moneda. El ascensor está roto y en el descansillo del cuarto hay un ente que duerme bajo el calor de su propio hedor. Intenta no pisarlo y sigue hasta llegar a la planta quince, en donde llama al número quinientos veintitrés.

Nadie abre pero al cabo advierte que la puerta está abierta. Entra. Las persianas están bajadas. Huele a calcetines usados, tabaco, sudor genital y aliento matutino. De pronto se enciende la luz y puede ver a su supervisor sentado en el sillón, detrás de una mesa con una bandeja de acero y unas tijeras de podar. Lo primero que hace es observar las manos, pero el supervisor parece completo y con un gesto le pide que se siente. Sin más dilación el supervisor le informa que se ve obligado a cursar denuncia y punibilidad una vez demostrada violación en la aplicación del protocolo de elaboración de multas según el cual: un dedo perteneciente a persona jurídica es prueba suficiente para definir propiedad de la basura una vez descartados requerimientos judiciales o pertenencia al victimario de un crimen. Dicha violación se castiga con la amputación del índice derecho y su posterior abandono en un contenedor restringido a fin de detectar la presencia de agentes negligentes. En caso de que el sujeto activo de la acción punible rechace la pena se le acusará de deslealtad, por lo que se cursará expulsión inmediata del cuerpo.

Teoría del deseo

julio 23, 2011

Imagina uno de esos miles de software pensados para facilitarte las cosas. Imagina que de entre esos miles hay uno que tras un periodo de aprendizaje en el que memoriza todos los movimientos que realizas, posteriormente delinea pautas con las que anticiparse y ofrecer servicio inmediato.

Así, registra que las páginas de fútbol son las primeras que ves, siempre la sección de noticias para pasar a la parte de las clasificaciones, pichichi, tarjetas recibidas, tarjetas señaladas, curiosidades, palmarés.

Con el tiempo es capaz de diferenciar entre costumbres arraigadas, como la futbolística, y aficiones temporales, que adquieren aspecto de costumbre hasta que llega el día en que se abandonan, como fue esa pasión inesperada por saber que ocurrió en la segunda guerra mundial. Imagina que llegas a casa y te espera un libro que el software ha encargado, adelantándose agradablemente a tus intenciones o que te recuerda que toca el trimestre Enero-Marzo de 1941.

Imagina que cuando cambiaste la contienda mundial por el seguimiento de los lugares en los que se han perpetrado los mayores crímenes, el software contrata un billete de avión para visitar Cielo Drive y el hogar de “La familia”, con guía incluida. Es cierto que quizás hubieras preferido Auswitch, pues seguías fascinado por la organización industrial del genocidio. Pero hay que tener en cuenta que dado que se trata de un software basado en el aprendizaje, estos errores se subsanarán con el tiempo.

Imagina que no falla cuando te interesas por los venenos más letales e indetectables y el software te obsequia con las instrucciones de fabricación del fluoroacetato de sodio. Pero dadas las dificultades para producirlo en casa, el software se decide por realizar un pedido que al cabo de los días recibes, pero en el que se exige una autorización del gobierno. Que no te sorprenda que el software haya gestionado los permisos, quizás falsificando algunos datos en los que se asegura que es para preparar tu tesis doctoral. Es en este momento en el que debes decidir si quedarte con el veneno o por el contrario explicar que se trata de un error o de otro que tiene tu mismo nombre.

Almacenado el veneno, aunque sin ninguna utilidad por el momento, quedas gratamente sorprendido por la eficiencia del software y decides simular que te interesas por las mejores maneras de borrar las pruebas de un crimen. Investigas y aprendes que hay que quitar las huellas dactilares y asegurarse de que no hay cámaras ni micrófonos ocultos ni testigos físicos o que dado el ADN, lo mejor es simular un incendio si se cuenta con suficiente tiempo, evitando en lo posible llenarlo todo de gasolina y dejar caer una cerilla. Imagina que el software te detalla las mejores maneras de provocar un cortocircuito cercano a objetos inflamables o aprovechar que la víctima fumaba, pues se podría jugar con la mala fortuna que supone la caída de una colilla encendida en la espuma del colchón.

Imagina que el software te consigue una cita con una mujer, rubia natural o artificial, alrededor de uno setenta de estatura, sesenta kilos de peso, ojos preferiblemente azules, liberal, fumadora, después de analizar y determinar como costumbre las regulares visitas a páginas que prometen este tipo de fotos. El software ha enviado la foto de un actor de cine, poco conocido, eso  sí, pero que se te parece, de tal modo que pesa más la hermosura de un mentón ancho que la fama. Imagina que el software es capaz de realizar combinaciones entre aficiones  y costumbres y considera a esta mujer como víctima, de modo que te recuerda que ha encargado la cena y te avisa de que llegará a las nueve a casa de ella, señalándote que debes servir las bebidas pero nunca beber.

Imagina que alarmado sales disparado hacia la cita y que el software te consigue un taxi, pero llegas quince minutos tarde. Llamas al timbre. Sientes un gran alivio cuando ella abre la puerta. Os presentáis. Te gusta y piensas proponerle salir a cenar, no sin antes deshacerte de las bebidas. Pero antes ella te dice que pases, que ya ha preparado la mesa y espera que no te importe que haya tomado un vaso de vino. Lo que no te imaginas es que cuando el cuerpo de ella colapsa, en lugar de llamar a una ambulancia, te dejas llevar por el placer de ver como se retuerce entre convulsiones, violentas al principio, pero que lentamente van perdiendo intensidad. Después la miras a los ojos, esperando captar el momento exacto en que se apagan.

Ahora, tan solo tienes que apretar el botón.

Teoría del cazador

abril 26, 2011

Un rayo de sol se cuela por la persiana y da directamente en el ojo izquierdo, al que provee de calor durante cinco minutos antes de que se abra y lo deslumbre, añadiendo lucecitas flotantes a los recuerdos de la última pesadilla, que paulatinamente se desvanecen. Estabilizada la mirada y tras unos bostezos, se sienta en el borde de la cama y se frota la cabeza como modo de situarse definitivamente en la hedionda habitación, mirando el suelo lleno de botellas de agua vacías y pegajosos salpicones de café.

La costumbre dice que una vez siente la plenitud de la vigilia, en la que la persistencia de las cosas se ajusta a las leyes físicas, sin que genio maligno alguno induzca a pensar que uno más uno no son dos o el rostro de su madre mezclado con la cara del papa amonestándole por haberse comido una salchicha con mostaza, prepare café en el pequeño camping-gas que espera en un rincón de la habitación, sobre una pequeña mesa, no sin antes retirar la grasienta sartén donde abrasa los trozos de carne que tanto le gustan. Después apaga la luz, sube las persianas y abre las ventanas, para que el sol defina con mayor claridad la porqueriza en la que pasa las noches y se airee.

En el armario guarda unos vaqueros descoloridos y unas cuantas camisetas negras, algunas con manchas de lejía que forman medallones que dan efecto de diseño. No tiene más ropa, ni la necesita; y a diferencia de la habitación, la ropa siempre está limpia y planchada. Lo único que cambia son los calcetines, que gracias a una tienda de descuento que ocupa todo el bajo del bloque donde vive, se surte de ellos semanalmente a razón de diez pares por dos euros. Más dificultades presenta el calzado, del que procura abastecerse con calidades que aguanten semestralmente sus deambulares.

Siempre que sale tiene presentes las palabras de su padre, el cual aseguraba que la calle es la selva, que en la selva no existe ni el bien ni el mal y lo único que se justifica per se es la supervivencia. La calle es una selva con un solo recurso: el dinero, y una sola especie animal: el hombre. El dinero es el fruto que abre las puertas a los demás frutos, y el hombre es el obstáculo, pero también la posibilidad, para acceder al dinero. No obstante, y aunque en esencia estaba de acuerdo con su padre, al principio descartó el factor dinero, pues creyó que éste no era necesario para abastecerse de comida, pilar básico de la supervivencia, ya que dedujo que con las palomas, los perros y los gatos abandonados, y en algunas ocasiones ratas, había alimentación suficiente para sobrevivir en la calle.

Pero la supervivencia es caprichosa y acaba hartándose de aquello que dispone con regularidad, de modo que al cabo del tiempo empezó a sentirse insatisfecho. Además, era notorio que aunque con ello ahorraba dinero, no podía prescindir totalmente de él, y los animales menores le proveían de carne, cierto, pero carecían de billetera en sus vísceras. En la calle la cueva es un piso que hay que pagar si uno no se las quiere ver con el mayor de los depredadores, que es la policía, la cual bate a diario los parques y los bajos de los puentes, recolectando en los furgones cuerpos alcoholizados y drogados como modo de regular la población de carroñeros. Y estas dudas, maduradas en la voracidad de tres piezas por día y dedicación exclusiva, encontraron respuesta al recibir una carta de desahucio.

De nuevo las palabras de su padre salieron en su auxilio, al ponerse de relieve, como una cuestión olvidada, la importancia del factor humano en el frondoso juego de la alimentación. El hombre como obstáculo, pero también como posibilidad en la cual se aunaban los dos aspectos en los que basaba la supervivencia: carne y dinero. No obstante, en este horizonte también aparecían las fauces de la policía, cuyo fino olfato se basaba en pruebas de ADN, huellas dactilares, patrones psicológicos y sociales y algunas técnicas de tortura. Pero contra ello se alzaba la imagen de esas masas gregarias que salen de las cuevas a trabajar como forma de recolectar el dinero justo para pagar la cueva y la comida. En la calle esos corderos son devorados en su esfuerzo, en el desgaste diario de energía, limitados a comer ensaladas y verduritas hervidas ante el excesivo precio de la carne y tirados a la basura cuando no pueden dar más de sí, sumándose a esa masa de carroñeros que marcan huesos y huecos en la dentadura mientras huelen un tomate enmohecido.

Llegado a este punto, entendió que para estar en las partes más altas de la jerarquía trófica callejera había que competir directamente con los grandes depredadores. En este sentido, para escapar de las fauces policiales era primordial no dejar rastro, y ello pasaba necesariamente por volverse invisible. La experiencia con los animales menores ya le había demostrado que la invisibilidad también era importante cuando se trataba de cobrarse la presa. A mayor invisibilidad mayor acercamiento, siendo la cercanía la que determina si el golpe resulta definitivo.

Decidió centrarse en humanos acomodados, que vivieran solos y a los que muy poca gente pudiera echar de menos. Decidió que antes de proceder al desangrado, debía hacer creer que se trataba de un robo, por lo que había que forzarlo para que le diera el número de la tarjeta de crédito, lo cual serviría también para abastecerse de dinero. Pero antes debía realizar un seguimiento y registro de las costumbres, para así determinar el momento oportuno para realizar el ataque. Decidió que debía priorizar aquellos que superaran los setenta kilos y que no destacaran por su altura. Pensaba que sacar el máximo dinero permitido del cajero pudiera hacer creer a la policía que se trataba de un humano que había decidido dejarlo todo y largarse a otra parte. El cuerpo mejor era despiezarlo y congelarlo, con la previsión de sacar antes de dormir aquellas partes que iba a consumir al día siguiente.

No tardó en darse cuenta de que para reducir al máximo la visibilidad, debía cambiar de zona cada vez que necesitara una nueva pieza. Una serie de desapariciones en la misma barriada sería pronta excusa para el husmeo policial. También se encontró con que cuando rastreaba un área, siempre se le daban un mínimo de cuatro candidatos, decantándose siempre por los que parecían menos preparados para defenderse y más confiados a la hora de acercarse. No obstante, el ataque siempre lo realiza por sorpresa, practicando un golpe certero en la nuca que lo deja dócil para el amordazamiento. Nunca actúa hasta que no está totalmente seguro de la infalibilidad del golpe. También ha comprobado que un cuerpo da para un mes de comida, día más día, día menos; y en lo que respecta a los ingresos, con pequeñas diferencias entre las presas, ha podido asegurar la cueva contra el desahucio y además comprar un congelador de cien litros de capacidad.

Teoría del hambre

marzo 7, 2011

Al abrir el buzón se encuentra con un folleto amarillo chillón que muestra tres grandes hamburguesas nominadas como COMPLETA, COMPLETA PLUS y COMPLETA PLUS EXTRA DE QUESO, las cuales podrá disfrutar próximamente gracias a la apertura de un establecimiento de HAMBREGUESA a menos de doscientos metros de donde vive. Pero si bien esas hamburguesas son el producto estrella, no agotan el campo de delicias que puede disfrutar, de modo que en las páginas interiores del folleto puede saber que hay patatas fritas, pollo frito, calamares fritos, aros de cebolla fritos y queso frito que se come como una patata frita.

Quedan diez horas para la inauguración mientras observa los cansinos golpes del segundero del reloj de pared. Luego se revuelve inquieto en el sofá mientras hace una bola con el folleto e intenta encestarlo en la papelera. Pero antes ha apostado que si entra el tiro pedirá una COMPLETA PLUS con queso frito y extra de kétchup, mientras que si falla a la COMPLETA PLUS le acompañaran aros de cebolla fritos con salsa barbacoa. Lo que no va a faltar es una cola XXL con mucho hielo.

Desde que derribaron el viejo edificio de viviendas, después de desalojar finalmente a tres familias que se resistían a marcharse, ha comprobado día a día la evolución de la construcción. Justo ayer realizaban la limpieza final, que pudo observar unos minutos gracias a que la fachada principal ha prescindido de las paredes y apostado por dos grandes cristaleras que muestran dos largas hileras de mesas cuadradas para cuatro personas y las fotografías engrandecidas de todo lo que puede consumir; sobre el fondo dibujado por la larga barra con las cajas registradoras.

Cuando apenas quedan cuatro horas para la inauguración, sufre un arranque de entusiasmo por lo cerca que queda de su piso, lo cual, según la cadencia de sus pasos, significa tan solo diez minutos, por lo que ya no tendrá que tomar el autobús mil trescientos veintitrés y bajarse en la avenida General Golpista Avellanos y hacer transbordo con el tranvía veintitrés para bajarse en la calle Almirante Caballero, cuya parada cae justo enfrente de un establecimiento de HAMBREGUESA. Sabe con certeza que la pereza y la perspectiva de perderse una tarde en el transporte público han dejado de ser excusas. Ya no hay razones para descartar el disfrute y el gozo de una COMPLETA PEPINILLO PLUS acompañada de unos calamares fritos.

Previendo aglomeraciones decide adelantarse dos horas. Tampoco podía estarse por más tiempo en casa entre fragmentos televisivos de un cowboy fuera de la ley que lucha por la justicia desde el cinismo, de imágenes en color de la entrada de las tropas nazis en París o de los disturbios futbolísticos del último derbi. El anuncio en el que un adolescente, después de sufrir un desaire amoroso, llena su vacío con una COMPLETA POLLO PLUS acompañada de patatas fritas rociadas por la nueva salsa TEX_COUNTRY, ha sido el acicate definitivo para una ducha rápida y salir a la calle con un chándal negro.

Parece que el tráfico confluye hacia el punto luminoso de la carne picada arropada por un panecillo. Parece que todos los viandantes se dirigen con ansiedad al fosforescente reclamo de unas patatas fritas rociadas del chillón rojo del kétchup. Al llegar debe incorporarse a la cola. La parte reservada al drive-in también muestra una alargada fila de coches, la cual ya ralentiza el fluir del tráfico en la calle Presidente General De Macías. Se ha corrido la voz que para los primeros cien clientes hay completamente gratis una COMPLETA MINI EXTRA acompañado de un surtido representativo de toda la fritanga. Estira la cabeza y estima que debe haber como unos cincuenta delante de él.

Cuando apenas faltan cinco minutos para que abran las puertas, llega a la conclusión de que para el primer día la mejor opción es la COMPLETA con unas patatas fritas, verdadera enseña de HAMBREGUESA, verdadero centro gravitatorio de una empresa que lleva dispensando cuarenta años el mismo trozo de carne aderezado por lechuga, cebolla cruda y un cuarto de pepinillo en medallones de cinco milímetros de diámetro, a elegir entre kétchup o mayonesa. Considera que el menú, al que llama de manera personal CLÁSICO, es la mejor elección para  dar solemne bienvenida al establecimiento. En un alarde de orgullo piensa recomendar la nueva marca en el buzón que cada sucursal posee y en el que los clientes, como modo de participar en la mejora del servicio y de la oferta, pueden dejar sus propuestas.

Una vez abiertas las puertas en apenas diez minutos se encuentra frente a la dispensadora y al regalito que ya le espera en la bandeja. Con voz ceremoniosa pide la COMPLETA con patatas fritas y cola XXL. Después paga, espera apenas treinta segundos y se retira, alzando la vista en busca de una mesa libre. Justo advierte una en la que una familia recoge sus bandejas y sus desperdicios y se marcha. Se sienta, come, recoge sus desperdicios, los deposita en el carro de las bandejas usadas y sale. Todo en orden.

Camina despacio, de vuelta a casa. El aire fresco de la noche golpea su rostro y llena los pulmones de satisfacción. La cola que lleva a la entrada de HAMBREGUESA persiste, tanto en su variante de motor como en la de pie. No puede dejar de pensar que su vida ha cerrado el círculo de la perfección. En términos de supervivencia tiene un techo donde dormir, en el que también puede conservar alimentos y limpiarse; a lo que ahora hay que sumar carne barata y cocinada apenas diez minutos a pie, servida con eficacia y en cantidad. La tripa gorjea el gas de la cola. La tripa empuja el gas hacia la boca, lo cual acaba en eructo que deja en el paladar cierta reminiscencia de carne abrasada y pepinillo, desvelándosele la posibilidad de volver y quizás pedir una COMPLETA BOCADITO. Dado que se trata de un día especial piensa que hay que aprovecharlo, disfrutarlo, de modo que se incorpora de nuevo a la cola.

Hay algo que le incomoda. Primero porque, si bien la expectativa era tan solo esperar diez minutos hasta realizar el pedido, comprueba que pasados estos tan solo ha avanzado dos puestos. Hay que sumar el hecho notorio en la diferencia de calidad de los rostros cercanos que le preceden y le pos ceden. No percibe ahora caras sanas de mejillas sonrosadas acompañadas de expresiones infantiles que siempre juegan con la tentación de salirse de la fila y corretear. Ahora algunas son enfermizas, pálidas, de ojos saltones, de huesos por mejillas. No hay alegría. Mira el reloj. No pensaba que fuera tan tarde. Tan solo le tranquiliza que la cola de los coches persiste, estable en el fluir de los faros encendidos.

El nervio aumenta el pulso cuando se da cuenta de que si bien el drive-in sigue expendiendo menús, HAMBREGUESA ha cerrado el servicio para gente de a pie. Con las puertas cerradas y las luces del comedor apagadas, las cristaleras ofrecen las sombras de las mesas y la barra, filtradas por la luz trasera de la cocina, la cual traspira los vapores que emanan de la preparación de los menús. Pero al cabo advierte que la fila sigue hasta escurrirse por la parte trasera del edificio. Ante la perspectiva de que se trate de una sorpresa como guinda de la inauguración, decide permanecer, a pesar del lento avance y la creciente inquietud, tanto de los que le anteceden como los que le pos ceden, a medida que se acercan a la esquina.

Ha podido familiarizarse con algunos de los rostros que le anteceden, los más cercanos, a los que, sin embargo, no se atreve a preguntar a que se debe en realidad la ristra. Tiene muchas dudas cuando pone atención en el mellado de ojos perdidos y probablemente miopes o en el negro de dientes partidos y nariz hinchada y picada o el joven que tirita pese a una gabardina que dobla su cuerpo. No obstante, la conciencia del esfuerzo que supone esperar y esperar hasta avanzar apenas tres metros, le mantiene con la ilusión de que al final habrá recompensa.

La cercanía de la esquina ha estrechado la distancia de los cuerpos. Ya no se rozan, sino que abiertamente se tocan. Empieza a sentir codos en los riñones, empujones. Alguien se le cuela, pero no se atreve a protestar. Es un hombre pequeño, escurridizo y con unas mandíbulas que advierten del peligro de enfrentarse con él. Pese a ello no ha perdido su posición, ya que el joven que tirita ha caído y entre patadas lo han sacado de la cola. Se marcha cojeando, juntando con una mano los bordes de la gabardina. En otra oleada de codazos y empujones son expulsados una mujer que parece llevar un niño colgado del pecho y un manco que se aleja profiriendo hijos de puta cabrones y malnacidos. Ha aguantado bien las embestidas, envaneciéndose de su resistencia.

Al doblar la esquina entran en una plazoleta, en cuyo fondo hay una puerta de carga y descarga en la que un gran cartel reza que solo puede atravesarla el personal de HAMBREGUESA. La cola se disuelve en cúmulo. Pese a ello, hay quién sí avanza,  pero es por fuerza, por corpulencia, por agresividad. También nota que los más pequeños se escurren, aunque pueden tener la mala suerte de que alguien les frene en seco con un manotazo en el pecho. Aunque el sueño de una COMPLETA PLUS EXTRA DE QUESO se ha desvanecido y solo tiene pensamientos de volver a casa y engañar al estomago con un café con leche, la presión que ejercen los de atrás solo hace posible una dirección. En un arreón se ha dado cuenta de que ha pisado a alguien. Piensa que lo tiene difícil para levantarse y lo peor es que puede arrastrar a otros hacia el suelo, por lo que se alegra cuando, tras unos codos convenientemente metidos y un empujón, se aleja de él.

Los intentos casi continuos por ganar posiciones se interrumpen cuando la puerta se abre. Todos quedan quietos, mirando con atención como un grupo de guardias de seguridad establecen un perímetro con sus porras. Después dos empleados de HAMBREGUESA empiezan sacar contenedores de basura. Todos miran con avidez, deseando que los desperdicios sean abundantes. Cuando los empleados terminan su tarea pueden contarse quince contenedores que rebosan e intuye, paralizado por el pánico, que cuando el último de los guardias cierre la puerta, la táctica de los codos y los empujones se abandonará para que florezcan las navajas, las amenazas y la furia, quedando todos a merced del principio de incertidumbre.