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El fin del mundo

septiembre 25, 2017

Llega cansado a casa. La calle es una continua violación de bocinazos, murmullo, zapateo, motores, politonos del teléfono, gasolina, colegiales en excursión al museo, adventistas del apocalipsis. Cierra la puerta y se hace el silencio. El trabajo es un continuo ir y venir de preguntas sobre cancelaciones de contrato, nuevos abonamientos, quejas por una facturación excesiva y procedimientos para darse de baja. Las respuestas que salen de su boca tienen que estar envueltas por la amabilidad, la paciencia, y si se hace necesario el peloteo. Enciende la luz y se deja caer en el sofá. El silencio pacifica el alma. No quiere escuchar nada hasta mañana, cuando el gorjeo de la cafetera le da energías para salir y enfrentarse al tranvía. Allí volverá al ruido y a las ganas inquebrantables de mandar a todo el mundo por el culo. Pero hasta entonces se estirará un ratito más en el sofá y después escuchará con placer el chispeante sonido de las chuletitas de cordero a la plancha.

Pero todo el encanto se rompe cuando una mosca decide que debe penetrar su oído y el siseante sonido de las alas hace que agite con violencia y rabia la cabeza. Creía que había matado todas las moscas que se atrevieron a instalarse en su casa. Creía haberse deshecho de todas después de una lucha sin cuartel con el insecticida y el periódico gratuito de la tarde. Pero quedaba una y después de buscar su oreja busca sus fosas nasales. Va rápido a la cocina a coger el spray. Pero la mosca no le deja en paz y revolotea, terca,  buscando sus agujeros visibles. Tiene que cerrar la boca. La mosca parece un kamikaze japonés. ¿Querrá venganza por sus compañeras muertas? Esta pregunta hace que el dedo se detenga antes de accionar el botón. Nota ensañamiento en la mosca. Ataca una y otra vez a pesar de los manotazos. ¿Por qué no suponer voluntad de venganza en la mosca? Ha gaseado a toda su familia y ahora está sola y la genética ya no puede seguir su curso natural. Está encerrada en esta casa sin otras moscas con las que procrear. El destino natural se ha quebrado y solo le queda suicidarse atacándole de manera ciega. Es el fin del mundo para la mosca.

Vuelve al sofá para comprobar que la mosca no le deja en paz a pesar de que ha dejado las chuletas de cordero sobre la encimera, ahí, fresquitas, apetitosas. Y así es. La mosca, como queriéndole hacer creer que descansa sobre su cabeza, propicia que se dé un manotazo que le mueve a acabar con todo. Guerra química. Aprieta el botón. La mosca parece haberse emborrachado y la velocidad de los ataques se ralentizan, aunque no cejan. Emborrachado el mismo por la victoria difiere el momento en que asestara el golpe definitivo con el periódico. Ahora es más fácil que nunca. Pero quiere observar como pierde fuerzas y cae panza arriba sobre la mesa. Quiere escuchar el sonido de las patas agitándose antes de ser aplastada por la noticia de un huracán devastador en el caribe. Eres la última. Imbuido del orgullo del vencedor se atreve a abrir la boca para decir que fue una mosca valiente pero… Antes de que puede acabar el discurso la mosca realiza un esfuerzo final y logra colarse por la boca hasta los pulmones. Entonces ambos cuerpos colapsan y el último ruido que se escucha es el del ahogamiento.