Archive for the ‘relatos’ Category

La evidencia

febrero 18, 2021

Lo que no le gusta del café es que le hace mear más frecuentemente, al menos durante las dos primeras horas después de haber tomado las dos tazas de torrefacto habituales. Después parece que el cuerpo vuelve a los biorritmos habituales. No obstante, es un precio que paga gustosamente a cambio de la inyección de cafeína que le permite limpiar la vajilla de la cena más rápido, leer los digitales más concentrado y guardar que ningún cuerpo le roce más de lo necesario en el tranvía.

Lo que le molesta es que a veces la ineludible necesidad de orinar surge cuando más interesante se está poniendo una serie, final de la temporada tres, justo cuando un cuchillo parece que va a terminar en un corazón. Pero bueno, puede apretar el botón de pausa y diferir el desenlace. Después de tirar de la cadena escucha con atención el análisis de la orina que automáticamente realiza un sensor ubicado en la taza del wáter. Agua. Un poco más de azúcar del habitual, nada serio. Probabilidad de padecer un infarto menor al uno por ciento. Probabilidad de padecer un ictus menor al uno por ciento. Probabilidad de padecer un cáncer menor al uno por ciento. Se siente sano.

Lo que le disgusta de estar sano es que la dieta, rica en fibras, vitaminas y ensalada mediterránea le obliga a sentarse en la taza como cuatro o cinco veces al día. La comida del mediodía es la más crítica, pues es la que desencadena en poco espacio de tiempo dos o tres evacuaciones. El día que come garbanzos es quizás el día más crítico. Lo que le desagrada es la aparición de la necesidad, pues cuando ya está haciendo de vientre siente cierto placer, sobre todo cuando tira de la cadena y esa voz femenina, neutra pero al mismo tiempo cálida, que emana confianza, arroja los resultados del análisis fecal. Agua. Niveles de azúcar óptimos. Probabilidad de padecer un infarto menos que cero. Probabilidad de padecer un ictus menos que cero. Probabilidad de padecer un cáncer menos que cero. Probabilidad de convertirse en zombi diez por ciento.

Cree que el apartado final del informe lo ha puesto su imaginación, pero ante la extrañeza y con deseos de confirmar el error, pide a la voz que repita la retahíla… Probabilidad de convertirse en un zombi cincuenta por ciento. No, no ha sido su imaginación alimentada por la serie que había pausado antes de ir al baño en la que una horda se dirigía a un colegio de primaria. Busca el número de atención al cliente. Duda entre marcar la opción dos de nuevas actualizaciones o la opción cuatro de otros y contacto directo con el servicio técnico. Musiquita tibia que invita a la paciencia. Después expone el problema. El técnico no tiene constancia de que el análisis aporte información en lo relativo a la zombificación y no puede aventurar hipótesis alguna, por lo que propone realizar una visita en las próximas dos horas y tratar así in situ el problema. Antes de colgar el técnico le sugiere que orine para así comprobar si el error se produce también cuando se analiza la orina. Gracias.

Cuando suena el timbre y abre la puerta ya tiene preparada en la boca la frase que informa que con la orina no hay mención zombi alguna, lo que cabe inferir que solo se da información con los materiales fecales. El técnico lo mira simulando sorpresa y apostilla con un “interesante” mientras con la mano le pide que le muestre donde está el inodoro. Siente que el técnico no le cree y empieza a sentirse molesto. El técnico se acerca a la parte inferior de la taza y saca un chip. Después lo conecta a su ordenador y espera el análisis. El técnico le mira con ojos de rutina y lamenta decirle que no encuentra falla alguna en el sistema, por lo que sería bueno que si siente necesidad de hacer aguas mayores no dude y así podrá comprobar que no miente. La indignación rasca la medula espinal después de escuchar al técnico pero se contiene y le dice que de momento no siente necesidad de defecar. Al técnico se le ocurre que él podría intentarlo si no le molesta. Para defenderse le da permiso. Agua. Diabetes tipo dos. Probabilidad de padecer un infarto treinta y cinco por ciento. Probabilidad de padecer un ictus quince por ciento. Probabilidad de padecer un cáncer siete por ciento.

El técnico le advierte con frialdad profesional que todo apunta a que está mintiendo y que solo desea llamar la atención; por lo que el único motivo que le retiene es descartar que la probabilidad de zombificación solo aparece con su mierda, de modo que si en los próximos diez minutos cree posible que puede cagar, está dispuesto a esperar, de lo contrario prefiere no perder el tiempo y dejarlo a solas con su miserable vida. Una ola de rabia se concentra en su estómago y le descompone. Lo único que le da tiempo es bajarse los pantalones y saltar a la taza para aliviarse. Agua. Tic. Niveles de azúcar inexistentes. Tac. Los muertos no padecen infartos. Tic. Los muertos no sufren ictus. Tac. Los muertos no desarrollan metástasis. Tic. Evidencia zombi. Tac.

El técnico le mira horrorizado. La ira que siente al demostrarse que no había mentido se expresa en un perentorio impulso de morder la garganta del técnico. La rabia de saberse poseedor de la verdad le abre el apetito de saborear la dulce sangre del diabético. Así, cuando sus dientes desgarran los primeros pedazos de carne y los mastica siente un inconmensurable placer. Sin embargo, la decepción aparece cuando el técnico deja de convulsionarse y gritar. Desea más carne viva y sus ojos apuntan hacia la puerta.

La otra dimensión

febrero 17, 2020

Abre el paquete con satisfacción. Es el último modelo. Fresquito. Vanguardista. Elegante. Con clase. Negro como las etiquetas. Sofisticado. Hay un cierto temor a tocarlo y que se rompa. Lo coge con mimo. Aprieta el botón de encendido. Las primeras letras se dibujan luminosas, trazadas por unos vectores que van a la velocidad justa para resultar sensuales y anunciar la marca para inmediatamente después ofrecer espacios vacíos que debe llenar con sus datos. Realizado el trámite, aparece como colofón un “bienvenidos a la otra dimensión” que abre el espacio para enviar los primeros mensajes. ¡Ya lo tengo!

Se hace las primeras fotos y no duda en aplicar el efecto rejuvenecimiento, el efecto ajuste de la figura; ambos condensados en el efecto idealización. Pronto un mensaje le llega recomendándole retoques en la frente, los pómulos y las pantorrillas para que el efecto idealización pueda considerarse completado. Inmediatamente después recibe otro mensaje para que valore su grado de satisfacción con los resultados, recomendándole que repita el proceso si no se han alcanzado los objetivos deseados. Da cinco estrellas. Ha conseguido un aspecto angelical, la idea platónica de sí mismo, donde aúna belleza, sexualidad y mirada inteligente, segura de sí misma, seductora. La cuelga y espera los primeros me gusta.

La superficie es lo que cuenta. Debe alisar con un lapicito las arruguillas que le han salido en las comisuras de los párpados. Se enfrenta a una foto de gran cercanía a una resolución que permite ver el pelillo que se esconde en el poro que pronto se infectará. El efecto idealización aun no identifica según qué defectos y hay que eliminarlos a mano. Bajar al detalle para volverlo todo general. La sonrisa perfecta. La mirada más atractiva, misteriosa, sensual. El traje a medida de copia y pega que le añade mayor sofisticación a su perfil de cuarenta años. Puede añadir música para finalizar el proceso. Me gusta.

Ha notado que desde hace unos días el efecto ajuste de la figura en lugar de quitarle kilos se los añade hasta alcanzar las proporciones deseadas. Músculo. Pero no exagerado. Músculo para una camiseta apretada y unas bermudas floreadas en un fondo tropical. Margaritas en la mano. No entiende que el efecto idealización no haya identificado las estrías de los labios en la foto con el sombrero de paja. Le molesta tener que hacer las correcciones a mano, pero se consuela pensando que si llueven los me gusta habrá merecido la pena.

Suena el aviso de que la batería se está terminando y no le da tiempo a retocar las costillas que parecían querer salirse de la piel. Se pregunta si el efecto idealización se habrá estropeado pues le cuesta identificar lo que para él son evidentes defectos. Mientras la batería recarga decide darse una ducha y se pregunta cuándo a las fotografías se le podrán añadir perfumes que eliminen las transpiraciones del cuerpo. Se consuela al pensar que al menos aun no captan el aroma a orina y a mierda que percibe cuando abre la puerta del baño.

Se mira al espejo. Nada que el efecto idealización no pueda retocar. Eso sí, con mucho trabajo a mano, pues la imagen refleja a un ser mellado, de pómulos como bolas de billar que parecen presionar la piel tiñosa hacia afuera, de ojos hambrientos. Las mechas de pelo que delimitan las abundantes calvas, esparcidas por el cráneo, no es algo difícil de rellenar con simples corta y pega. Se siente optimista y se decide a comer algo una vez se haya secado. No está seguro si el ronroneo del estómago le lleva acompañando mucho tiempo. La nevera está vacía, pero el pitido de que la batería esta al cien por cien de su capacidad le lanza a la pantalla. Tiene trabajo que hacer con esas calvas.

Se decepciona cuando la pantalla se apaga. Cree no haber oído el pitido que avisaba de que andaba corto de energía. Se escucha respirar. Un piulido ronco, ahogado, que ahora sabe que no pertenecía al lapicito para alisar superficies. Con gran esfuerzo intenta incorporarse. No puede. Mira a su alrededor para encontrar algo con lo que apoyarse. Pero el afuera se ha emborronado y es incapaz de identificar los objetos, siquiera los más cercanos. Le decepciona no haber podido retocar los ojos desencajados en la foto con gorra de capitán de barco. Está seguro de que hubiera provocado una orgía de me gusta. Intenta incorporarse una vez más. Después deja caer la cabeza, rendido. Ahora solo puede escucharse respirar. Se pregunta por cuanto tiempo.

Pandora

noviembre 5, 2019

Hay momentos en los que el tic tac del reloj se escucha más fuerte. Son los momentos en los que espera el clic que desata el resorte para empezar a teclear. Hay más tiempo de espera que tiempo de acción. La espera se configura pegando los ojos a la pantalla, con el historial de los últimos edictos que ha tenido que teclear. Edicto para la muerte de Genaro Lautaro. Edicto para la absolución de Josefina Lago. Edicto para las galeras de Constantino Gutiérrez. Hay días sin edictos en los que el tic tac se escucha más fuerte.

 

Cuando sale la prioridad es deshacerse del tic tac de los días sin edictos. Mientras esquiva humanos de camino a casa, el tic tac parece disolverse cada vez que chocan los hombros y se cruzan las miradas. Prefiere no desafiar. Prefiere seguir moviendo los pies hasta la boca del metro, donde el tic tac se agudiza porque faltan siete minutos para que llegue su línea. Afortunadamente un grupo de jóvenes intenta robar a una abuela; pero los cuerpos de seguridad ya estaban advertidos y hay pelea, lo que hace que casi sin darse cuenta aparezca su línea.

 

En casa no hay tic tac porque hay televisor. Habría que decir que el tic tac del televisor es el de los concursos, donde el tiempo se suspende y se espera con tensión adrenalítica si el personaje deviene en ganador o perdedor. No es un tic tac, es un chute de tensión que le ayuda a deglutir el chuletón recién sacado del microondas. Publicidad y cambio de canal. Después todo se viene abajo en el sofá cuando el parpadeo de la pantalla contagia al parpadeo del espectador. Fundido en negro y pesadillas placenteras.

 

Despertar para entrar en el tic tac de las prisas. Café, ducha, café, vestirse, cerrar la puerta, comprar una rosquilla en el quiosco y correr para no perder la línea de las siete cuarenta y cinco. Mete la tarjeta en el sensor que le da acceso al cuarto donde le aguarda la pantalla y la desoladora sensación de que va a ser una jornada sin edictos. Por ello se alegra cuando comprueba que hay agitación en la pantalla. Teclea feliz. Edicto para la ejecución del Presidente. Edicto para el nombramiento del nuevo Presidente. Edicto para autorizar el uso de la bomba. Edicto del fin del mundo. Frunce el ceño y decide asomarse a la ventana. Fundido en verde turquesa.

Corazones urgentes

octubre 24, 2019

Es hora punta. El hall de la estación esta abarrotado de cuerpos que buscan desaparecer engullidos por los trenes o escupidos hacia la salida. Los relojes aprietan los cuerpos y les obligan a caminar deprisa. Correr no está bien visto a no ser que solo queden treinta segundos para la partida, para no perder la conexión y llegar tarde al trabajo o para comprobar el botín de una cartera sustraída. Más o menos los vectores de dirección distribuyen ordenadamente a los cuerpos en función de las vías o la susodicha salida. Sin embargo, a un vector de dirección le es indiferente que un cuerpo caiga desplomado al suelo y se le desencajen los ojos. Es un infarto, no hay duda. Los cuerpos que colapsan son en primera instancia responsabilidad de los cuerpos de seguridad de la estación, los cuales, gracias a la campaña del ayuntamiento CORAZONES URGENTES, patrocinada por la Federación Bancaria y la Patronal Eléctrica, están equipados con un desfibrilador que según las últimas estadísticas ha arrebatado de las sombras de la muerte a un total de trescientos ciudadanos en los quinientos días que la campaña lleva en activo. Sin embargo, en primerísima instancia la responsabilidad se la suele arrogar algunos de los cuerpos que compartían vector de dirección del cuerpo colapsado. Se detiene. No es médico y no ha recibido el cursillo de primeros auxilios obligatorio para el carné B1 de conducir, de lo contrario iría al trabajo en coche; así que solo puede escuchar como el infartado balbucea, diría que desilusionado, que unos hijos de puta le han reducido a la insignificancia. Tranquilícese. La ayuda está en camino. Aguante. No hable. Esos hijos de puta me han reducido a la insignificancia. La voz se va apagando y más de uno piensa que como tarden mucho ese tío va morir. Hagan sitio. Los de seguridad saben exactamente donde poner los cables, el resto lo hará la máquina. Sin embargo, nadie puede decir que esperaba el arrebato final del cuerpo colapsado, el cual de un manotazo aparata los cables que prometen salvarle mientras ruega que le dejen morir. Después se calla y los ojos, definitivos, se le voltean. Pero gracias a la campaña del ayuntamiento CORAZONES URGENTES, patrocinada por la Federación Bancaria y la Patronal Eléctrica, nadie se puede negar a ser salvado, de modo que los cuerpos de seguridad están capacitados para ignorar tales peticiones e insistir en colocar los cables. No obstante, la decepción estadística se propaga cuando el altavoz del desfibrilador confirma que no puede arrancar ningún latido más al corazón infartado. Poco a poco los vectores de dirección van disolviendo la interrupción, no sin que antes alguna voz, quizás para escapar de la pregunta y cerrarla provisionalmente, afirme que ahora hay un parado menos.

Devenir robot

octubre 6, 2019

Hay reunión. Todos están excitados, preocupados. Cuando hay reunión inesperada cabe esperar un aumento de sueldo o un nuevo permiso de maternidad/paternidad con mayor duración o un despido grupal o un aumento de la bonificación por trabajar los domingos. Lo cierto es que hay más preocupación que excitación, pues las últimas reuniones inesperadas han sido para reducir los sueldos en pos de la sostenibilidad de la empresa. En la última de ellas se anunció la retención sin compensación de un diez por ciento del salario para pagar el seguro médico y así poder cubrir los enormes gastos que se derivan de las bajas por enfermedad. Los más pesimistas analizan sin base alguna, o con la sola base de la memoria, lo productivos que han sido en el último semestre. Muchos hablan abiertamente de una nueva oleada de despidos. Los que echan cuentas lo apuestan todo a que ellos van a ser de los afortunados y permanecer. Si se pudiera preguntar uno a uno todos responderían que han sido los más productivos del último semestre. Cunde la preocupación cuando aparece el CEO, radiante, optimista. Habla. Vivimos en un mundo que se transforma a pasos agigantados, dinámico, lleno de oportunidades, pero también de desafíos que solo los pioneros serán capaces de solucionar. Todos sabéis que en los últimos años hemos sufrido cambios en pos de mantener la viabilidad de la empresa y mantener el máximo número de empleos posibles. Se escuchan susurros de temor. Todos hemos hecho sacrificios con estos cambios y puedo decir que estos no han sido en vano, pues nos han permitido sobrevivir un semestre más. Pero a veces no basta con cambiar, con retocar algunos aspectos. A veces la vida nos obliga a aceptar que si se quiere sobrevivir es necesario transformarse. Transformarse no significa cambiar. Cambiar es bajar los sueldos, pero transformarse no significa necesariamente bajar los sueldos. Cambiar es despedir a los menos capaces, pero transformarse no significa necesariamente despedir. No temáis. Se escuchan susurros de desconcierto. Como ya he dicho vivimos en un mundo que cambia constantemente y donde antes había un hospital ahora hay un museo de los horrores, donde antes había una escuela ahora hay una estatua que atrae a los turistas. Las transformaciones afectan tanto a lo físico como a lo psíquico y quien no se adapte a esas transformaciones no sobrevivirá. Y yo os pregunto, si el mundo de ahí afuera se transforma constantemente, ¿por qué no transformarnos nosotros mismos, por qué no convertirnos en pioneros de nosotros mismos? Como CEO y líder vuestro en esta nuestra lucha por la supervivencia, y basándonos en los últimos informes financieros actuales y a futuro, la única manera de sobrevivir es quintuplicando la productividad con el personal actual. Somos conscientes de que con las actuales condiciones corporales eso es literalmente un imposible. ¿Pero es realmente imposible y estamos abocados al cierre? Desde ahora os digo que no, rotundamente no. Pero no va a ser fácil y solo mediante la transformación y la adaptación al nuevo mundo será posible. Se escuchan susurros de aprobación. Todos somos conscientes de que en los puestos que ocupáis cada uno de vosotros el factor humano es un factor necesario para el correcto fluir de las fases de producción. En otras palabras: no podemos prescindir de vosotros si queremos sobrevivir. Sin embargo, con la actual constitución corporal que se deriva del factor humano, se hace imposible quintuplicar la productividad y todo hace pensar que se acabó, pues nos encontramos ante la irresoluble paradoja de lo imprescindible del factor humano y su limitación corporal. Pero yo os pregunto, si aceptamos que donde antes había una playa ahora hay un parque temático, donde antes un psiquiátrico ahora un supermercado, ¿por qué no dejarse implantar dos brazos robóticos que hagan posible la resolución de la paradoja? Se escuchan susurros de inquietud. Podemos ser una empresa pionera gracias al modelo de brazo R2D2, con el cual se puede no ya quintuplicar la producción sino centuplicarla, lo que nos permitiría ofrecer unos precios con los que cubrir el 20 % del mercado mundial y con ello seguir manteniendo a nuestras familias; y todo ello sin que el usuario pierda la sensibilidad que ofertaban los inservibles brazos humanos, y por ello, sin necesidad de echarlos de menos y con la tranquilidad de contar con todas las garantías sanitarias. Como CEO y líder vuestro en esta nuestra lucha por la vida os digo que solo mediante la transformación de nosotros mismos podremos continuar respirando, alimentando a nuestros polluelos, seguir pagando la hipoteca. Solo mediante la transformación de nosotros mismos podremos abrirnos al futuro y ser los pioneros de la nueva vida, del nuevo mundo. Es momento de abandonar nuestra zona de confort. Es momento para devenir en robot y dejar  la muerte para aquellos que no firmen el contrato en el que se acepta el implante de los brazos modelo R2D2. Aplausos.

Mirar

julio 6, 2018

No lo puede tener, pero lo puede mirar. El escaparate está lo suficiente limpio para ofrecer con máxima transparencia el precio del reloj de los hombres dinámicos, flexibles, que miran la hora mientras caminan, no sin antes arremangar la chaqueta de un golpe seco, sofisticado para los ojos que observan. El reloj brilla tanto que hace necesario el uso de gafas de sol para ubicar sus manecillas. Son las diez y diez, la hora de la felicidad.

No puede tener las gafas de sol, pero si cierra los ojos es como si las tuviera. Se siente duro, inaccesible, elegante y por enésima vez dinámico. Esa es la palabra. Dinamismo. El movimiento que hacen posible unos zapatos de cuero de ciervo negro y brillante, de una flexibilidad absoluta y la garantía de que con el tiempo no va a presentar arrugas. Hoy estás en Zúrich, mañana en Bangkok. Avanza. Siempre hacia adelante. Agarrando la maleta del mismo cuero que los zapatos, a los que hace juego, y que guarda documentos que nadie conoce pero de los que emana la colonia del triunfo. Por eso abrir los ojos a la calle molesta. El centro comercial queda atrás y se sumerge en el mundo de las imitaciones. Nadie puede ser el hombre dinámico si lleva gafas falsificadas, abaratadas, plastificadas. Le molesta que no se den cuenta. La realidad es una falsificación de los dioses fotográficos. Los relojes que se amontonan en la parada del tranvía marcan el límite del ser y no ser. Ni siquiera el golpe seco para mirar la hora alcanza la excelencia del modelo. Problemas de espacio. Hay peligro de golpear a alguien. Mejor remangarse discretamente, con vergüenza. Son las ocho y veinte, la hora de la tristeza.

Abrir la puerta del piso es abrirse al deseo de fagocitar en la pantalla los cuatro por cuatro que avanzan sobre sinuosas carreteras. Las ruedas se fusionan en el asfalto y el reloj, que brilla a través de la ventanilla, adorna las manos firmes sobre el volante que dirige hacia una reunión ineludible. El mundo se decide en un cuatro por cuatro que garantiza la llegada al destino. No vas a morir en esta carretera, vas a salir del todoterreno, maleta en mano, retirar las gafas de sol de los ojos para posarlas en el cráneo y así poder observar sin filtros a la chica de labios gruesos que ha abierto la puerta. Pero no puede soñar con el hotel porque el estómago aprieta. Sentado en la taza del wáter sí puede en cambio imaginar mientras lee que le pertenece la mansión donde guarda los balones de oro y los mundiales, las primeras botas de fútbol o el primer contrato millonario. En la mansión se siente familiar, cercano a los suyos, sin olvidar a los amigos del barrio, con los que juega en la cancha que hay en la parte trasera. Pero todo se aleja cuando tiene que tirar de la cadena y descubre que hay sangre en la caquita que acaba de expulsar. La noticia que trae consigo la sangre no se puede falsificar. Son las doce en punto, la hora en la que todo acaba.

El placer de desempaquetar

abril 13, 2018

Siempre recuerda la frustración que sintió cuando intentó abrir una bolsa de patatas fritas que compró por el capricho visual de sentir el almidón y la sal en el paladar. Aunque el fabricante prometía una apertura fácil para disfrutar cuanto antes de la explosión de sabor, se rompió una uña antes de que la bolsa explotara. Apenas pudo salvar unas cuantas unidades, pues la mayor parte cayó en el fregadero que precisamente en ese mismo momento estaba lleno de agua y jabón para desengrasar la sartén en la que había frito unos huevos aquella mañana. Frustración por la promesa de la bolsa y la realidad del fregadero en el que flotaban las ya no sabrosas lonchas. Invertir en sabor no arrojó beneficios.

Desde aquel momento decidió testar por sí mismo aquellos embalajes que se abrían con facilidad, sin creer las leyendas que lo adornaban. Sin embargo, el desencanto no tardó en aparecer cuando la bolsa que mejor se abría, sin esfuerzos, casi sola, pues tan solo había que tirar de una rudimentaria cuerda, no arrojaba el sabor artesano, con foto de abuela incluida, prometido. Ahora era una cuestión de contenidos. O las patatas artesanas carecían de sabor o el fabricante mentía y no eran patatas artesanas, sino desaladas. Para saberlo decidió comprar diversas marcas prometiendo artesanía y la diferencia en el paladeo de la sal con respecto a la primera bolsa era significativa. Esto provocó confusión y finalmente de nuevo frustración. ¿Por qué la bolsa más placentera de abrir no era la que mejor sabor ofrecía?

Urgido de respuestas decidió personarse en la dirección de la empresa para advertirles de la contradicción. Pensaba decirles que no podían ser los mejores en el desempaquetado y después decepcionar con el sabor. También le decepcionó no encontrarse con una gran fábrica con cresta de gallo, pues se encontró con una pequeña nave que daba más impresión a venta al por menor que a gran producción. Llamó al timbre. La abuela de la bolsa le abrió la puerta. No pudo esperar y la atacó. No puede ser, no puede ser… La abuela en lugar de dar un paso atrás y pedir disculpas, decidió dar una explicación. Esto es artesanía pobre. Las freímos con el aceite de girasol más barato, en sartenes de latón y ahorrándonos la sal. Artesanía de familias pobres que antiguamente no podían gastar en sal, ni en aceite, al menos diariamente. Las desaborías patatas fritas de los domingos. No busque sabor en nuestros productos. A lo sumo ofrecemos el auténtico sabor de la pobreza. Pero no se reprima y sienta la libertad de echar usted mismo la sal, usted puede pagarla. La abuela guiñó el ojo y cerró la puerta.

Reconfortado decidió seguir el consejo de la abuela y preocuparse por la sal con la que aderezar aquellas patatas de artesanía pobre. Decidió seguir invirtiendo en libertad y decidió combinar la sal tibetana con el pimiento molido, picante, edulcorado, mayonesa, pasta de guacamole… Hasta que le diagnosticaron tensión alta y colesterol, y le prohibieron todo los aderezos posibles para las patatas. Conmocionado por el riesgo de una muerte imprevista, decidió invertir en salud y reservar las patatas para los domingos, solo para conservar el placer de desempaquetar, pero respetando el desaborío gusto de la pobreza. Hay que confesar que a veces no puede esperar al domingo y ha comprado la bolsa de patatas en, digamos, un jueves, pero como perdón a la indisciplina hay que decir que después de abrirla ha tirado las patatas a la basura. Al fin y al cabo, puede pagarlo, sin costes en los niveles de colesterol, los cuales, es más, se han reducido.

El Día del Daño

febrero 17, 2018

Hoy quiere hacer daño. Ser el Director significa la posibilidad de dañar y hoy quiere hacerlo. Se asoma a la ventana desde la cual puede ver desde lo alto a exactamente treinta y tres cabecitas encaradas a una pantalla. Cada cierto tiempo las cabecitas miran a la ventana y de inmediato vuelven a la pantalla. Sabe que no les gusta que las mire desde lo alto. Que no les guste no significa que les haga daño. También sabe que les molesta que se presente en la sala de pausas cuando hay un grupo de cinco cabecitas reunidas. Interrumpe siempre la conversación y provoca genuflexiones. Mira el reloj. La pausa ha terminado.

Piensa que para hacer daño puede revisar la productividad de cada una de las treinta y tres cabecitas y posar el dedo en la número, por ejemplo, veintitrés. El expediente arroja unas cifras que cuadran con lo esperado en una cabecita. Pero precisamente ahí se encuentra la fuente del daño que quiere causar, que es un daño sin razón, una apetencia con la que se ha despertado y que no puede rehuir, sino afrontar, como aconsejan los manuales del buen manager que el Presidente recomienda a sus directores.

Piensa que sería interesante no arrojarse inmediatamente sobre la cabecita número veintitrés y cree que habría que añadir otra candidata para así poder elegir. Mejor tres, se convence. Entonces busca el dado que guarda en el cajón. Mejor seis. De la número veintitrés a la número veintinueve. Todas cabecitas con expedientes impolutos. Lo cierto es que cada una de la treinta y tres cabecitas tienen expedientes impolutos y eso, como Director, le enorgullece además de arrogárselo como mérito propio.

Antes de tirar el dado se acerca a la ventana. Observa los rostros de los Elegidos. En un mundo donde millones de cabecitas esperan y se cortan con las concertinas de las fronteras de allá abajo, dañar significa… tira el dado… que la cabecita número veintitrés suba a verle al despacho. Sabe que las cabecitas restantes, allá abajo, empujadas por la intranquilidad, inventarán un error fatal de la cabecita número veintitrés para explicar la llamada al despacho, lo cual les motivará para guardar mayor atención a la pantalla.

Abre la puerta. Dañar significa remarcar que no se puede trabajar peor y que no le queda más remedio que despedir. Siéntate y cállate. Pero antes de que puede decir nada recibe una llamada del Presidente que le conmina a subir al despacho. Le ilusiona poder contarle al Presidente que justo estaba ejercitando el Día del Daño mensual que vuesa merced aconsejó en la reunión del pasado día veintitrés. Cree que al Presidente le alegrará saberlo y lo anotará. Mueve la cola. Llama a la puerta.

Siéntate y cállate.

Start Up

febrero 5, 2018

Muchas gracias por venir.

Para empezar me gustaría exponerles mi punto de vista acerca de qué espíritu debe guiar lo que ha convenido en llamarse una Start Up. En concreto, me gustaría exponerles el espíritu que nos guía como emprendedores, el cual no es sino la identificación global del despilfarro. Nuestra empresa entiende el despilfarro como el no aprovechamiento de un recurso, ya sea porque no se le ha identificado como recurso, ya sea porque se carecen de los medios materiales que hagan efectivo el aprovechamiento del recurso.

Dada la formación de nuestro personal, así como de la dirección, nuestra empresa se ha especializado en la identificación y posterior aprovechamiento del despilfarro en el área de recursos humanos.

Pero antes debo decirles algo que no les he dicho. El espíritu guía no está definido por un solo vector. O más bien la energía que anima nuestro vector de negocio es la revolución. Identificar un recurso que no se está aprovechando puede suponer abrir los ojos a una nueva realidad.

Así pues, permítanme arrogarme el derecho de abrirles los ojos a una nueva realidad. No obstante, debo advertirles que en realidad esa realidad ya está ahí y tan solo deberán modificar, o ir un pasito más hacia adelante, en lo que está ocurriendo ahora mismo.

Sé que ya se están preguntando a que nueva realidad me refiero y no voy a entretenerles más, por eso les pido que piensen un momento en la cantidad de cadáveres que yacen en el fondo del mar, en el hecho de que miles de migrantes mueren diariamente en mitad del mar y sus cadáveres se hunden para ser devorados por la fauna marina.

Sé que son ustedes avispados y que empiezan a vislumbrar donde se produce el despilfarro. Para eso les pido que en lugar de sentir molestia cuando mencionamos el incómodo tema de los refugiados, abran sus ojos al modelo de negocio en el que pretendemos sacar provecho de los cadáveres que ahora mismo, sí señores, ahora mismo, se están desaprovechando.

Pero antes déjenme presentarles una serie de estudios en donde se confirma que los conflictos van a multiplicarse por tres en los próximos veinte años y que van a provocar millones de desplazados. Esto significa que vamos a contar con abundancia del recurso que ahora mismo se está despilfarrando, como he dicho antes, en los próximos veinte años con una estimación bastante optimista a cincuenta años vista.

Sé que ustedes se estarán preguntado, con legítima desconfianza, cómo sacar provecho de lo que nadie quiere. Para ello les pido solamente que den ese pasito más allá y vean los cadáveres como alimento, no ya para los peces, sino procesado y apto para el consumo humano.

Nuestra empresa cuenta con un equipo perfectamente intruido de científicos y catadores de carne que nos permitirá certificar la calidad de las carnes que pretendemos ofertar.

Así, en primer lugar, ofrecemos una línea Premium, pensada para paladares exquisitos y exigentes. En la línea Premium se incluyen salazones y embutidos, así como carnes frescas y magras. La línea Premium también estará definida por la exclusividad, pues estimamos encontrar tan solo de un dos a un cinco por ciento de carnes que nuestros expertos puedan incluir en la línea Premium.

Previsto esta que entre un veinticinco por ciento y un treinta por ciento sea carnes de media calidad que haremos atractivas mediante la fabricación de diversos productos de charcutería, tales como chorizos, salchichones, mortadelas y carnes secas, sin temor a añadir la etiqueta de Bio.

En cuanto al resto, aunque pueda pensarse que se trata de carne de calidad pésima, debo decirles que se trata del verdadero foco de negocio que impulsa a nuestra empresa. Para ello contamos con el departamento de Trituración y Refinado en el que está previsto elaborar piensos especialmente elaborados para el mercado de las mascotas y la ganadería intensiva, a la cual estamos en disposición de asegurar una reducción de costes en la alimentación de las bestias de entre un treinta a un sesenta por ciento.

Ya para finalizar, y antes de que hayan decidido invertir en nuestra empresa, me he permitido preparar unas muestras de las exquisiteces que pueden surgir de nuestra línea Premium. Para ello les pido que cierren los ojos y concentren sus paladares en una experiencia gastronómica sin apenas parangón… y después piensen en el privilegio que supone tener el futuro en las manos.

Reintegración laboral

noviembre 7, 2017

¿Puede usted hablar? Sí. Bien, eso es un grandísimo avance. Como empleado nuestro usted ya sabe que la comunicación es primordial en nuestro espacio laboral. Puedo hablar pero no puedo… Le pido que no me interrumpa y que primero escuche y responda a mis preguntas. Antes le informaré que vamos a proceder a un análisis de su operatividad, así que le pido que mueva inmediatamente los dedos del pie izquierdo. Ahora los del derecho. ¿Qué día estamos? Miércoles. Mueva los pies. Ahora las piernas. La cadera. Dedos de la mano derecha. De la izquierda. Manos. Brazos. Y ahora le pido que sonría. ¿Sería capaz de contarme un chiste? Van dos robots y cae el del medio. Debo señalar que esto es positivo en la evaluación sobre su operatividad pero desde el punto de vista del humor es usted pésimo. Continuemos, para lo cual voy a proceder a la evaluación de la cual se derivarán unas recomendaciones que usted deberá aceptar o desechar. Bien, pero antes dígame cual fue el momento más feliz de su vida. No he tenido una vida feliz. Con esta respuesta usted demuestra que está en plenas capacidades mentales para para decidir libremente sobre las recomendaciones que se le ofrecerán. Pero primero pasemos a la evaluación. El sujeto muestra una parálisis total de la parte izquierda del cuerpo, aunque mantiene el habla. ¿Está usted de acuerdo? Sí. Dados los datos, podemos concluir como parte operativa la parte derecha del cuerpo del sujeto. ¿Está usted de acuerdo? Sí, pero… No interrumpa por favor una vez ha respondido. Dado que mantiene operativa la parte derecha de su cuerpo, ¿está usted de acuerdo en que su caso entra dentro de los parámetros del artículo 666 del sub-sub-contrato, según el cual la empresa queda liberada de costear los gastos médicos y el salario del empleado que solicita una baja de larga duración, aunque sí está obligada a ofrecerle un puesto de trabajo según las capacidades resultantes de la enfermedad o como en el caso que nos ocupa, del accidente? No hay respuesta. Le advierto que si no responde el sub-sub-contrato entre usted y la empresa quedará disuelto y estoy seguro que las bocas que esta noche esperan para cenar no van a quedar muy contentas. Así que se lo volveré a preguntar. ¿Está de acuerdo en que las futuras recomendaciones deben ser regidas bajo el artículo 666 del sub-sub-contrato? Sí, aunque tendría que añadir que… Le advierto que no me hacen gracia sus interrupciones. No obstante, voy a ser paciente porque estoy obligado a informarle sobre las recomendaciones: El sujeto cumple los requisitos mínimos para incorporarse a la sección de turbinas, para lo cual se adaptará un asiento que amarre al sujeto de la cabeza a los pies pero libere el brazo derecho. Dada la situación física del sujeto, sus constantes vitales serán monitorizadas para prevenir decaimientos o amenazas para su salud. Creemos asimismo que el sujeto no tiene ningún impedimento para desarrollar la jornada de doce horas dado que el puesto recomendado apenas desgasta el brazo derecho. No obstante, dado que la parte izquierda del cuerpo del sujeto es completamente inoperativa, recomendamos que el sujeto entre dentro de la categoría salarial 66 en virtud de la cual el sujeto tiene derecho al cincuenta por ciento del salario previo al accidente. En caso de que el empleado rechazare el puesto ofrecido, el sub-sub-contrato entre empleado y empleador quedaría disuelto. ¿Está usted de acuerdo con las recomendaciones? Me envía usted a la muerte. Le advierto que acaba usted de rozar el botón de la paciencia con las interrupciones, por lo que la próxima será castigada con un azote. ¿Está usted de acuerdo? Sí. Bien, entonces solo me cabe esperar que sea usted diestro y pueda firmar.

El fin del mundo

septiembre 25, 2017

Llega cansado a casa. La calle es una continua violación de bocinazos, murmullo, zapateo, motores, politonos del teléfono, gasolina, colegiales en excursión al museo, adventistas del apocalipsis. Cierra la puerta y se hace el silencio. El trabajo es un continuo ir y venir de preguntas sobre cancelaciones de contrato, nuevos abonamientos, quejas por una facturación excesiva y procedimientos para darse de baja. Las respuestas que salen de su boca tienen que estar envueltas por la amabilidad, la paciencia, y si se hace necesario el peloteo. Enciende la luz y se deja caer en el sofá. El silencio pacifica el alma. No quiere escuchar nada hasta mañana, cuando el gorjeo de la cafetera le da energías para salir y enfrentarse al tranvía. Allí volverá al ruido y a las ganas inquebrantables de mandar a todo el mundo por el culo. Pero hasta entonces se estirará un ratito más en el sofá y después escuchará con placer el chispeante sonido de las chuletitas de cordero a la plancha.

Pero todo el encanto se rompe cuando una mosca decide que debe penetrar su oído y el siseante sonido de las alas hace que agite con violencia y rabia la cabeza. Creía que había matado todas las moscas que se atrevieron a instalarse en su casa. Creía haberse deshecho de todas después de una lucha sin cuartel con el insecticida y el periódico gratuito de la tarde. Pero quedaba una y después de buscar su oreja busca sus fosas nasales. Va rápido a la cocina a coger el spray. Pero la mosca no le deja en paz y revolotea, terca,  buscando sus agujeros visibles. Tiene que cerrar la boca. La mosca parece un kamikaze japonés. ¿Querrá venganza por sus compañeras muertas? Esta pregunta hace que el dedo se detenga antes de accionar el botón. Nota ensañamiento en la mosca. Ataca una y otra vez a pesar de los manotazos. ¿Por qué no suponer voluntad de venganza en la mosca? Ha gaseado a toda su familia y ahora está sola y la genética ya no puede seguir su curso natural. Está encerrada en esta casa sin otras moscas con las que procrear. El destino natural se ha quebrado y solo le queda suicidarse atacándole de manera ciega. Es el fin del mundo para la mosca.

Vuelve al sofá para comprobar que la mosca no le deja en paz a pesar de que ha dejado las chuletas de cordero sobre la encimera, ahí, fresquitas, apetitosas. Y así es. La mosca, como queriéndole hacer creer que descansa sobre su cabeza, propicia que se dé un manotazo que le mueve a acabar con todo. Guerra química. Aprieta el botón. La mosca parece haberse emborrachado y la velocidad de los ataques se ralentizan, aunque no cejan. Emborrachado el mismo por la victoria difiere el momento en que asestara el golpe definitivo con el periódico. Ahora es más fácil que nunca. Pero quiere observar como pierde fuerzas y cae panza arriba sobre la mesa. Quiere escuchar el sonido de las patas agitándose antes de ser aplastada por la noticia de un huracán devastador en el caribe. Eres la última. Imbuido del orgullo del vencedor se atreve a abrir la boca para decir que fue una mosca valiente pero… Antes de que puede acabar el discurso la mosca realiza un esfuerzo final y logra colarse por la boca hasta los pulmones. Entonces ambos cuerpos colapsan y el último ruido que se escucha es el del ahogamiento.

Hacer el bien

May 26, 2017

Una cámara de vigilancia por sí misma no presupone nada. Quién sí presupone es el ojo que observa la pantalla. Y lo que presupone en un primer momento es que cualquiera de los que pasan por la zona vigilada puede cometer un delito. La cámara registra tanto el estado de inocencia como el estado de infracción, pero es el ojo que interpreta la imagen el que salta cuando se produce la infracción. Ante la inocencia permanece pasivo. La inocencia no es relevante para el vigilante y eso, mientras come un perrito caliente frente a la cámara, le parece una carencia. Si ante el delito se castiga, ¿por qué no se premia la inocencia? Se pregunta por qué el ojo vigilante no premia a quien hace el bien y queda registrado por la cámara. Así, terminado el perrito, se decide a hacer el bien delante de la cámara de vigilancia hasta que alguien reaccione y le aplauda, por lo menos. Eso sí, alguien que parezca que es el ojo que vigila la imagen que arroja la pantalla. El escándalo del crimen debe ser compensado por el escándalo del bien, se dice a sí mismo.

¿Cómo hacer el bien en una zona donde la gente está de paso, cargada de bolsas y presurosa por ir a sus coches? Parece que nadie necesita ayuda hasta que observa a una viejecita encorvada que apenas puede arrastrar las bolsas de la compra. Se ofrece a llevarle las bolsas hasta la parada del tranvía. Está seguro de que el ojo ha visto eso. Otra oportunidad surge cuando a una mujer que además de cargar con la compra carga con dos pequeños se le desparraman las bolsas. Piensa que es seguro que la cámara ha registrado desde la primera naranja que ha recogido hasta la bandeja de chuletas de cordero como colofón a una bolsa que, según su opinión, esta sobrecargada, por lo que se ofrece a traerle otra. Rechaza los veinte céntimos que la mujer ofrece y se aleja de la cámara convencido de que esta acción es determinante. Sin embrago, la moral se viene abajo cuando tiene que actuar no de manera desinteresada sino para reparar el desastre de las bolsas de la compra que ha roto tras despistarse y chocar con una niña pequeña que por inercia se ha dado de bruces con las bolsas que llevaban sus padres. Le tranquiliza que acepten sus disculpas y que asuma los costes de las bolsas destruidas. Se alejan y al cabo de unos minutos se acercan dos agentes de seguridad. ¿Puede acompañarnos?

¿Quién es tu cómplice? No entiende, pero cuando llegan al cuarto y le muestran las imágenes del incidente con la familia intenta explicarse: Me he despistado, solo eso. No era mi intención romperles las bolsas. ¿Te he preguntado que quién es tu cómplice? La voz del guardia suena amenazadora. No tengo cómplices. No entiendo. He venido solo. Quería ayudar a la gente de manera desinteresada delante de la cámara porque me parecía una carencia que no se premiara el hacer el bien. En cierta forma era una acción reivindicativa. El choque con la familia ha sido un error. Suda. Los nervios erizados. ¿Te crees que somos tontos? Entonces uno de los guardias reproduce el video y señala a un hombre que aprovecha el lío de las bolsas rotas para robar al marido la cartera del bolsillo trasero del pantalón. No puede creerlo. Es una confusión, aunque las imágenes parezcan claras. Los guardias de vigilancia se callan cuando llega la policía y les dan la grabación como prueba. De momento se niega a identificar a su compañero, informan. Es una confusión, balbucea mientras le esposan y le informan de que tiene derecho a permanecer en silencio y a un abogado de oficio en caso de no disponer de uno propio.

Los trocitos que faltan

marzo 23, 2017

Nunca le dijo, cuando novios, cuando era momento de las listas del me gusta y no me gusta para celebrar las coincidencias, que le molestaba que mientras preparaba la comida ella picara de los trocitos que quedan sueltos y con ello le arrebatara a EL quizás el trozo más delicioso que pudiera caer en el plato. Le molesta incluso que se meta en esa bocaza trocitos de zanahoria que EL tanto detesta. Pero ella debería saberlo. Es su obligación. Es una cuestión de respeto que ella le escamotee a EL los trocitos de jamón que faltan. Hay cosas que no se dice, se presuponen, y si se llega al extremo de decirlas es que la falta de respeto ha llegado a ser intolerable. Ahora ya lo sabe. No volveré a hacerlo si tú no lo vuelves a hacer. Te quiero. EL se lamenta de que le duele la mano.

Nunca le dijo, ni siquiera en la noche de novios, que le molestaba que ella llevara falda corta. Lo que pasa es que cuando novios la falda corta, cuando estaban solos en el coche, se convertía en otra cosa y era, antes de que ella subiera a casa de sus padres, las manos en la entrepierna y las tetas. Pero ahora la mano le duele porque ella se creía con el derecho de salir a tomar un café con su madre con falda corta, lo cual multiplicará los ojos que pensarán que es una puta facilona. ¿No lo entiendes? Solo yo tengo derecho a mirarte como a una puta facilona, MI puta facilona. Ella ya sabe que EL no lo volverá a hacer si ella no se vuelve a poner falda corta. Te quiero. La mano se está encalleciendo ante tantas faltas de respeto.

Vuelven a faltar trocitos de pollo y ha descubierto que el hecho de que ella se ponga pantalones vaqueros a EL no le gusta. Debes cambiarte. Nuevo dictamen. La mano se levanta una vez por los trocitos de pollo que faltan y otra para que entienda el sentido de la nueva regla. Lo de los trocitos de pollo le molesta especialmente, pues supone una repetición consciente del delito y levanta otra vez la mano. Sin embargo, esta vez solo amaga, porque el hecho de que ella, con voz de labio partido y pómulo hinchado, cuchillo en mano, le pida que se vaya o llamará a la policía exige mayor sanción. Puño. Nudillos. Hay que atajar la rebelión. Pero la rebelión se ha extendido desde la nariz quebrada al filo del cuchillo y EL no acaba de comprender, mientras se desangra, por qué ella no ha sido capaz de respetar el orden.

Sesenta gigabites de memoria

enero 11, 2017

Prefiere no recordar eso. Nada importante. Una chica le ha declarado amor eterno pero no es la chica que quiere recordar. Preferiría recordar a una siliconada, labios gruesos, culo estrecho pero encurvado. No quiere recordar el amor. Preferiría recordar la fama del futbolista, del cantante, la velocidad de las autopistas, los estadios llenos coreándole. Rechazar recuerdos no es tarea difícil. Más difícil es conseguirlos pues hasta el momento ni tiene siliconada ni tiene un Ferrari con el que hacer peinetas a los que manejan un turismo mientras los adelanta. Por el momento solo es un turista del recuerdo exquisito que se acerca a los estrenos de cine para ver si acaece el recuerdo de la actriz que se enamora del que tiene recuerdos de cajero de supermercado o telefonista en un call center. No rechazaría el recuerdo del industrial exportador de maquinaria pesada que tiene villa en los Alpes para las vacaciones de invierno y mansionette en Ibiza para las de verano. Sí que le gusta recordar que le gustan los bogavantes y las vieras, las almejas y el limón. Una vez ganó un cupón para una mariscada. Le gustaría recordar las parrilladas de los sábados por la tarde en la playa de arenas blancas donde las invitadas juegan al volei en top less y tanga.

Se lamenta de los recuerdos que no pudo rechazar porque no era consciente de que los recuerdos ocupan un espacio y que este espacio podría ser importante tenerlo vacío cuando hubiere de recordar que guarda en la caja fuerte del palacete una magnum tallada en oro y un campo de tiro propio. En cambio tiene que recordar que Juanito le golpeó por idiota cuando tenía ocho años o que cuando tenía catorce cayó en un pozo ciego lleno de mierda. Afortunadamente no había nadie y solo lo recuerdan él y su madre, por lo que la vergüenza que aflora cuando lo recuerdan es menos, aunque su madre aún se burla. Recuerda como un momento feliz el día en que por primera vez pudo rechazar un recuerdo. No es posible hablar qué recuerdo rechazó, pero sí del recuerdo del rechazo. Se sintió libre de poder manejar los vacíos que guardar para los momentos en que pudiere oír el fino rugido de un jaguar antes de salir del garaje.

Por extraño que parezca sí recuerda como un momento feliz el día en que se dio cuenta de que de tanto guardar espacio para recuerdos exquisitos la habitación estaba vacía y prácticamente solo guardaba a Juanito y la mierda. Cierto es que recuerda con mal sabor los días en los que terminaba aferrándose al recuerdo de una paloma para al menos tener algo. La paloma además ofrecía la ventaja de no ocupar mucho espacio. EL recuerdo del diamante en la oreja esperaba. El recuerdo de los aplausos tras una ceremonia de oscars se hacía de rogar. No ha podido olvidar el tedio que sintió pero tampoco el momento feliz en que descubrió que podía construir los recuerdos deseados. Recuerda que salió a la calle y empezó a grabar las grandes mansiones y se las guardaba para después en casa poder construir una ensoñación en la que la criada trae el desayuno y la modelo que conoció la noche anterior le remueve el café y le sirve el zumo. Recuerda la euforia que surgió cuando pudo aplicar una ensoñación sobre una fotografía y guardarlo como memoria. Yo estuve allí.

Saturado de recuerdos acude todos los días a la cafetería de la esquina donde el camarero Lorenzo le atiende de usted y cuando no tiene mucho trabajo observa las fotografías de cuando, en un arrebato, decidió dar la vuelta al mundo con el jet y fotografiar la geografía terráquea desde lo alto. Lorenzo lo admira mientras confirma los recuerdos. Sí, yo estuve allí, yo lo hice. Cuando Lorenzo libra es la camarera Felicia la que toma el relevo, aunque ésta le mira con escepticismo cuando escucha que una vez, después de ganar la medalla de los cien metros, pudo coronarse en la prueba de los doscientos. Dos oros en menos de una hora, único en la especie.

Felicia no tiene el aguante que tiene Lorenzo, el cual es capaz de estar escuchando durante horas su primer safari en Kenia, donde cayeron en un mismo día un elefante, un guepardo y una hiena, cuyas cabezas descansan en la cabaña de St Moritz. Felicia a lo sumo escucha media hora que una vez tuvo la suerte de estrechar la mano del presidente americano. Cuando se cansa lo corta simplemente marchándose y buscándose una tarea. Sin embargo, Felicia parece que esta vez trae un rencor de casa y lo paga con él al decirle que sus recuerdos son una puta mierda, que son recuerdos de revista del corazón, falsos como la vida misma. Azorado, paga la consumición y se levanta. Se siente mareado, lo cual no le impide salir a la calle pero sí atender al semáforo en rojo. Frenazo y golpe. Se dice a sí mismo  que si quedan cicatrices no va a poder rechazar el recuerdo del accidente. Nunca lo sabrá. Los ojos se apagan y ahora encara el momento en que la vida debe pasar por delante de sus ojos. Juanito, el pozo de mierda y la burla de su madre se repiten en bucle hasta que la voz de Felicia le indica la dirección a tomar para encarar la luz que hay al final del túnel.

El hombre sin puesto

junio 23, 2016

No tengas miedo, no te decepciones. No estamos valorando tus capacidades sino tu adecuación al puesto. Había gente mejor preparada que tú. No tengas miedo, no te decepciones. Sigue presentando candidatura. Nosotros necesitamos a muchos, ya que de esa muchedumbre siempre sobresale uno adecuado. Quién sabe, quizás seas tú o el de al lado y puedas decir que estuviste cerca, muy cerca, tan cerca que la próxima vez serás tú. NO tengas miedo, no te decepciones. No solo ofertamos un único puesto en una única especialidad. A veces nos enorgullecemos de lanzar una oferta de trescientos puestos vacantes. Es ahí donde tienes más posibilidades. Rey solo hay uno pero entre trecientos no hay rey. No tengas miedo, no te decepciones.

Asústate, decepciónate. No has sido capaz de adecuarte a ningún puesto. Ni siquiera para el puesto de más de mil vacantes con el que pudimos presumir varias semanas conseguiste destacar sobre los otros que quedaron fuera. Asústate, decepciónate. Después de mucho cavilar y sentir la incapacidad de encontrarte un puesto podemos sentirnos contentos de haber encontrado uno. Nadie quiere ocuparlo y hemos pensado en ti. Asústate, decepciónate. Debes pensar que para una agencia como la nuestra encontrar un puesto adecuado al hombre sin puesto supone un motivo de celebración desbocada. Asústate, decepciónate. Así que tras valorar tus capacidades nos congratula anunciar que las pirañas esperan en el estanque. Salta.

La suerte del robot

diciembre 13, 2015

La noche cae brumosa y los faros del coche alumbran la grisácea neblina que forma el horizonte limitado de lo que parece una carretera infinita. Apenas hay curvas y es fácil caer en el sopor. Se dirige a Gon. Creía que estaba cerca cuando alquiló el coche en la estación de tren y la chica de atención al cliente le dijo que estaba a cuatro gons de distancia. Cuatro es un número bajo si pensamos en una extensión infinita, se dijo. Así, arrancó el coche con optimismo mientras tomaba la flecha que señalaba el camino a Gon. Pero el tiempo en una carretera que transcurre en línea recta hace que todo devenga en párpados pesados y nebulosa duermevela. Entonces decide parar y tomar un poco de aire fresco. Empieza a cuestionarse la distancia de un gon. No recuerda haber visto ningún aviso de los gons que quedaban hasta Gon. NO recuerda ningún desvío que condujera a algún restaurante o gasolinera. Empieza a dudar de si ha adelantado a algún coche o se ha cruzado. Nada. Solo carretera y niebla. Entonces decide mirar el cuentakilómetros para establecer un punto desde el que mover el mundo. Benditos kilómetros. Benditos coches de importación. Mierda. Está estropeado. Cinco ceros que mienten después de… mira el reloj… unas cuatro horas conduciendo. Tampoco está seguro de la hora exacta en la que se puso en marcha. No obstante, decide subir al coche y antes de arrancar mira el reloj. Apenas media hora después se encuentra con una pancarta que advierte de que Gon queda a tres gons. Siente el optimismo de poder medir la distancia con el tiempo y establece la hipótesis de que un gon son unas cuatro horas y media a ciento veinte kilómetros por hora. No obstante, empieza a pensar que es mejor encontrar un sitio para pasar la noche. Pone la radio. Un locutor habla en un idioma que no tiene procesado. Apaga la radio. Mira el reloj. Dos horas conduciendo. Empieza a inquietarle que no haya desvíos para repostar o tomar algo caliente. Mira el depósito.  La chica de atención al cliente le dijo que le daban el coche con el depósito lleno y que debía entregarlo con el depósito lleno en la sucursal que la agencia tenía en Gon. Tres cuartos de depósito y tres horas y media de conducción desde el punto cero. Cree que se acerca a la pancarta que va a indicar dos gons hasta Gon, aunque empieza a pensar que lo mejor que le puede pasar es encontrar un lugar de descanso. Está preocupado. La neblina se mantiene estable. La carretera se mantiene estable. Decide subir la velocidad a ciento cuarenta por hora. Ganar tiempo. Acercarse a Gon. Quemar gasolina. Un cuarto en menos de dos horas. Eso no puede ser. De pronto se pregunta cuando puso el contador del tiempo a cero. Da un frenazo. Decide salir a echar un vistazo. Deja las luces encendidas y toma camino hacia la derecha. No hay senda pero el terreno es plano, salpicado de piedrecillas. De vez en cuando mira hacia atrás para no perder de vista la luz. Intenta realizar un cálculo de cuanto ha caminado. No mucho, ni siquiera un cero coma cero cero cero cero uno por ciento de un gon. La risa suena desesperada. Decide dar la vuelta. Sube al coche. No le queda otra que seguir hacia adelante. Se pregunta si estará pronto a amanecer. Quizás la claridad del día alumbre el desierto en el que se encuentra y el calor del Sol levante la niebla. Sube al coche pero no arranca. Cree que el amanecer se acerca. Decide esperar. Ha dejado la ventanilla abierta. NO hace frío. Enciende la radio para no sentir el silencio del paisaje. Ahora es una voz femenina, que sigue hablando en el idioma que no tiene procesado. Si al menos hubiera música; no obstante, parece que solo dan noticias. Intenta cambiar de emisora pero se topa una y otra vez con la voz femenina. Apaga la radio. La monotonía de la locutora le ha llevado a cierto punto de exasperación. ¿Y si se desconecta por dos horas? Sabe que no va a poder dormir. Lo mejor ahora es que el amanecer le coja con algunas ¿centésimas o milésimas? de gons adelantados.  Arranca. Pone la radio a pesar de que no tiene el idioma procesado, ya que al menos da efecto de compañía. Nunca ha conocido una carretera tan desierta como ésta. Es una región pobre, piensa, aunque la calidad del asfalto parece contradecirlo. De pronto cree entender alguna palabra de la locutora, aunque no sabría decir qué exactamente. Pone atención. No escucha nada que no haya procesado. Sin embargo, puede decir que la voz sigue unas pautas silábicas que realzan la monotonía y que parecen rechazar las acentuaciones fuertes. Así, lentamente, mientras intenta descifrar sin resultado el gonés, despunta el día y el Sol empieza a calentar la tierra, disipando la niebla hasta el momento en que encuentra la señal que indica que queda un gon para Gon. Lo mejor de todo es que puede ver la ciudad, la línea de rascacielos que queda emborronada por una distancia que calcula que son dos o tres horas o si le mete gas al coche en hora y media. Cuando ha visto la silueta de Gon ha llegado la tranquilidad, pero también las ganas de encontrarse con alguien con voz y cuerpo. Sin embargo, no parece que en el camino haya algún sitio donde pueda repostar. Todo plano. Línea recta. Sin obstáculos. Mira el marcador del depósito. Un cuarto. No duda de que será más que suficiente. Sin embargo, después de una hora más o menos conduciendo empieza a darse cuenta de que la línea de rascacielos no se vuelve más cercana y se mantiene estable en su imagen. Descarta de inmediato que la ciudad se traslada a la misma velocidad que él. Lo que más le preocupa es que queda un octavo de depósito. Quizás la impresión de la distancia estaba erróneamente calculada por la percepción. El depósito se agota en la siguiente media hora. No tiene esperanza de cruzarse con nadie. Solo le quedan dos opciones: o seguir caminando o quedarse sentado en el coche. No tiene esperanza de alcanzar Gon en las siguientes cinco horas. La energía se acaba. El indicador rojo de alerta empieza a parpadear. Primero de manera espaciada, después con mayor frecuencia hasta que se queda encendido. Súbitamente lo da todo por perdido.

La tela de araña

julio 3, 2015

Antes de ir a dormir se da cuenta de que en el techo, justo encima de la parte de almohada en la que duerme normalmente, pende el hilo de una araña. Piensa en matarla, pues teme que mientras sueña, con la boca abierta por los ronquidos, el hilo se rompa y se atragante con la araña o lo que es peor, le dé un picotazo en la garganta. Sin embargo, cuando se pone de pie sobre el colchón, con el pañuelo de papel en la mano para aplastarla, se da cuenta de que no alcanza. Piensa en ir a por el aspirador y tragarla, pero al cabo la pereza le vence, pues tiene que ir al trastero, recoger la máquina, sacar el cable, enchufar, apuntar y tragar, recoger el cabe, ir al trastero, dejar la máquina y volver a la habitación. Reconoce que el hilo parece frágil aunque en realidad son muy resistentes. Así, cree que una noche podrá soportar a la araña y se conmina a succionarla al día siguiente.

Con las prisas porque llega tarde al trabajo se olvida de la araña y cuando vuelve a la tarde está demasiado cansado y preocupado por tomarse una ducha y preparar la cena mientras ve la televisión. Solo cuando va a la habitación y la ve recuerda que se había dispuesto a acabar con ella. La observa. Parece que nada ha cambiado. El hilo no es más largo ni más corto. Se pregunta si habrá cazado algo. No parece. También se pregunta si ese es el mejor sitio para que una araña atrape a los bichitos. No parece una araña gorda. Movido por la curiosidad la deja vivir una noche más. Eso sí, esta vez decide dormir en la otra parte de la almohada por si el hilo se rompe.

Como siempre, se ha quedado dormido y las prisas por no llegar tarde al trabajo le impiden descubrir que la araña no está. Tampoco percibe el picorcillo en el odio, en la parte más profunda del canal auditivo, picorcillo que surge de un leve rascar. Rac rac. Que no lo perciba no impide que de vez en cuando, ya en el tranvía, mientras lee el periódico gratuito, el cuerpo reaccione e introduzca el dedo meñique en la oreja. Saca algo de cera, que deja pegada en las páginas del periódico, nada más. El picorcillo, el rac rac, podría calificarse como placentero si fuera consciente de que existe, pero está tan atareado que no se deja atrapar por el gusto. Tampoco en la pausa del mediodía repara y solo lo hará después de llegar a casa, de ducharse y comer, cambiar de canal, sentir que el sueño vence e ir a la habitación. Entonces tomará conciencia de que la araña no está.

No sería justo hablar de pánico, pero va al baño en busca de un bastoncillo. Hurga. Mete. Saca. Solo cera. Pero sigue escuchando el rac rac. La pregunta por la higiene no le permite tomar conciencia de que hay un pequeño placer en el picorcillo. Decide entonces taparse la nariz y cerrar la boca y espirar con fuerza. Nada. Entonces piensa que es una estupidez creer que la araña se ha colado por el pabellón auditivo. Allí dentro no hay posibilidad de montar una tela y esperar que lleguen las moscas y los mosquitos. El rac rac debe de ser otra cosa, quizás un pelo que se ha ido hacia dentro y se mueve cada vez que menea la mandíbula. Entonces tiene la idea de cazar él mismo un mosquito y acercarlo a la oreja. Quizás, ante la manca de alimentos en la cueva auditiva, si hay araña ésta se decida a salir a por el pan. Lo hace frente al espejo, en una posición incómoda, para ver. Después deja el cadáver del mosquito en la cavidad y espera.

 

Es invierno y los bichitos se han terminado. La falta de experiencia en el cuidado de arañas no le hizo prever que necesitaba almacenar alimentos para cuando llegara el frío. La araña lleva tres días sin comer. Hay que decir que a medida que ha ido alimentándola el picorcillo se ha convertido en picor y con ello el placer que siente con el rac rac, sobre el que se concentra una vez ha terminado de trabajar y se acuesta en el sofá. Ya no puede imaginar su vida sin sumergirse en el rac rac, el cual se extiende por todo el cuerpo y lo atrapa en un orgasmo continuado. Después se duerme. Pero tres días sin comer han disminuido la potencia del rac rac, el cual ahora resulta insatisfactorio. Quiere una araña grande, sana, no raquítica. Una araña que rasque la orejita con potencia. Una vez preparada la cena se pregunta si puede ir a una tienda para animales. Allí venden bichitos y puede ser una solución eficaz. Pero eso será mañana y tiene que encontrar una solución inmediata. No puede tolerar que la araña esté una cuarta noche sin comer. Prepara la cena. Después de dar el primer bocado al filete de cerdo a la plancha que se ha preparado decide cortar un trocito pequeño y posarlo en la entrada del oído. Espera. Entonces siente como asoman las patitas.

Al principio la carne a la noche pareció funcionar y creyó que la araña volvía a tomar brío. Pero esto no fue más que un espejismo, pues al cabo de dos o tres días notó una caída de peso en la araña y ahora el rac rac vuelve a ofrecer un placer insuficiente, en el cual apenas puede sumergirse y dejarse llevar para así alcanzar la línea continua del nervio excitado y relajado. También ha probado con los bichitos de la tienda de animales. Pero nada. Después de reflexionar mucho entiende que lo que la araña necesita es alimento cazado. Esto parece probarlo los días de verano, cuando les quitaba las alas a los mosquitos y la misma araña daba el estoque final. Esos meses fueron los meses de mayor disfrute, donde sentía jolgorio por llegar a casa y por fin dejarse atrapar por el rac rac. Se lamenta de que no haya bichitos que cazar. Sin embargo, que la araña se mostrara receptiva a la carne le hace pensar que bien pudiera hacerse con una paloma de parque y ofrecerla a la compañera.

Las palomas del parque funcionan bien durante un tiempo y puede decir que ha disfrutado de un placer mejorado con respecto a los mosquitos del verano. Sin embargo, parece que la araña se ha cansado de la paloma y el rac rac vuelve menguar. Es cierto que siguen asomando las patitas cuando él acaba con las palomas en casa y corta el trocito de carne. Pero no nota la ilusión de los primeros días y parece que todo se ha convertido en rutina. Cierto que el espectáculo de la sangre puede resultar atractivo para un cazador, piensa. Pero con el tiempo el cazador quiere probar sus cualidades, disparar sus armas, utilizar sus triquiñuelas. La pregunta surge donde puede conseguir carne que la propia araña pueda cazar, al tener en cuenta de que se trata de una araña pequeñita cuya tela no va a poder atrapar cuerpos vertebrados.

Ha resultado un poco más complicado de lo esperado, pero al final el yonki que ha elegido como presa yace en el sofá, inconsciente. Se asegura de que todavía respira, de lo contrario todo resultaría vano. Entonces acerca la cabeza al cuerpo y da unos golpecitos en el lóbulo de la oreja. Las patitas asoman y a tientas buscan el trocito de carne diario al que está habituada. Asoma la cabeza cuando descubre que no hay carne. Después se lanza sobre el cuerpo, como si hubiera comprendido de inmediato. Hermosa araña negra, piensa. Entonces recorre con velocidad el tronco y sin apenas advertirlo se cuela por la boca. Al cabo de unos minutos el yonki parece que se ahoga y se lleva las manos al cuello. Tras varias arcadas y un poco de espuma blanca, muere. Piensa que la hermosa araña negra puede ella misma arrancar los trocitos de carne, saborear mientras los desgaja. Mientras espera que se sacie, reconoce que el yonki era un experimento y que deberá mejorar la calidad de la carne, centrarse en presas más jóvenes y saludables. Sin embargo,  es un primer paso exitoso y que da con la llave de la felicidad, ya que después se devela un rac rac alegre, poderoso, sagrado, que con paciencia le guía por diferentes estados extáticos que le transforman y le hacen tomar conciencia de ser la tela de la hermosa araña negra.

El ganador

julio 9, 2014

“El hombre solitario es una bestia o un dios”

Aristoteles.

“Hoy es el día”, piensa cuando sale a la calle y se topa con el hedor que desde hace una semana sale de las cloacas. Ese hedor lo impregna todo. Hace días que la noticia salió en las televisiones y periódicos: esa plaza delimitada por cuatro bloques de tres pisos era un foco de infección. Nadie hacía nada. El hedor permanecía pero ya era una noticia pasada. En los días de más fresco el hedor no resultaba tan invasor. Pero es verano y nada más abrir la puerta del entresuelo entra por las fosas un aire caliente, dulzón, avinagrado, de huevo podrido, de fruta mohosa. Son muchos los que tosen y arrancan con prisas para salir de la plaza. Las ventanas están cerradas. Los niños no juegan al tobogán. El mismo ha comprobado como a la luz de las farolas el agua pudenta arroja al ambiente densos vapores.

El hedor amenaza asimismo el optimismo aparejado al “Hoy es el día”. En el piso y con las ventanas cerradas se puede respirar bien, se puede ser optimista y pensar que será un día inmejorable, lleno de pequeñas aventuras y quizás excitantes conversaciones con mujeres. Pero el martillo de las emanaciones no deja tiempo para pensar en lo bien que se estaba en el piso y solo hace posible un objetivo: cruzar la esquina conteniendo la respiración.

El optimismo que resta se topa con las salidas de la plaza cerradas por alambradas y grupos ataviados con trajes anticontaminantes. Algunos van armados y a ninguno se le puede ver los ojos: Más bien parecen salidos de una película sobre el fin del mundo. Es más, hubiera pensado que más que humanos son entes extraterrestres de no ser porque de uno de esos trajes una voz femenina le ordena ponerse la máscara, se tranquilice, vuelva al piso y cierre la puerta. Pregunta si puede quitarse la máscara una vez en el piso. En su piso es usted libre. No obstante, fuera de él está sometido a nuestra jurisdicción. Entonces el ente señala a los entes armados y después el camino de vuelta.

Puede comprobar que otros vecinos han tenido el mismo encontronazo que él. Entonces suena un silbato. Cuando se da la vuelta supone que es la voz femenina la que hace gestos para que se apresure en volver. Se da cuenta de que un ente le apunta. Aunque le hubiera gustado hablar con los vecinos para ver si sabían algo más obedece y sale corriendo. Es entonces cuando el fantasma del contagio aparece y con él las ganas de ver la televisión. Seguro que esos sí que saben algo, piensa.

 

Al encender la tele se encuentra con que no hay señal. Una pantalla azul. Sin mensaje. Todo es igual cuando cambia varias veces de canal. El teléfono tampoco tiene línea. Después mira por la ventana. Varios vecinos se han encontrado con los entes. Parece que piden explicaciones. Hay disparos al aire. Los vecinos huyen a sus pisos. Después los entes apuntan a las ventanas. Se agacha. Mierda. Piensa que todos están enfermos y que son contagiosos. Piensa que la enfermedad es brutal y por eso la actitud brutal de los entes. Entonces decide ir a los vecinos para preguntar como están, si se sienten mal, si han vomitado o les ha salido un bulto.

Decide ir primero a casa de Catalina, una anciana que apenas sale del piso y quizás no sepa nada del hedor. Muchas veces él le hace la compra y charlan un rato, sobre todo de los dolores de ella. Piensa que al ser la más vieja es la más débil y si se trata de una enfermedad agresiva puede ser la primera en caer. No obstante se para. Se trate de lo que se trate es algo contagioso, de lo contrario no habría trajes anticontaminantes, así que quizás Catalina ya esté sucia y él aun no, pues es evidente que no se siente mal, ni ha vomitado ni ha salido ningún bulto nuevo. Catalina ahora da miedo.

Piensa que si prueba con la familia encabezada por Durán, sanotes, que llevan en la sangre el gen del obrero sin bajas por enfermedad, los peligros sean mínimos. Entonces sorprende  a un grupo de entes tapiando la puerta de Durán. Solo se le ocurre decir lo siento antes de que una bala pase rozando la oreja e impacte en la pared. Sube corriendo y se parapeta en la habitación, con un cuchillo jamonero en la mano y temblando por su inutilidad. Espera. La tensión hace imposible saber si han pasado minutos u horas. No obstante, cada vez cree con más convicción que no le han seguido y empieza a tomar conciencia del paso del tiempo y de que nadie ha dado una patada en la puerta para aniquilarle.

Ahora también es consciente de que la oreja escuece. Se la toca. Mira la mano. No hay sangre. Aguza el oído antes de ir al lavabo y mirarse. Una raya roja traza el camino de la bala. Entonces escucha ruidos en la puerta. Se da la vuelta. Está más que resignado y decide entregarse en el salón. Si no le matan prevé que le van a pedir que se arrodille y ponga las manos en la cabeza. Lo hace antes de que entren. Pero nadie entra pese a que se siguen escuchando ruidos. Piensa que quizás los entes creen que está armado y hagan una entrada a lo grande, con explosivos y gases. Entonces grita que no va armado y que les espera en posición sumisa. Nadie entra. No es una trampa, estúpidos. Las rodillas empiezan a doler cuando concluye que nadie va a entrar. Decide entonces observar por la mirilla. Todo negro. Se alarma cuando cree que le han tapiado a él también. Un muro de metal aparece tras la puerta. Golpea con la palma de la mano. Él no está enfermo. El metal ni siquiera tiembla. Los ruidos afuera han cesado.

Le queda la ventana. La abre. Cree que puede hacer entender a los entes que él no está contaminado. Quizás la familia Durán y la vieja Catalina sí, eso no lo discute; pero que él no y que es una injusticia tratarlo como a los demás. La respuesta es que cierre la ventana y permanezca tranquilo en su casa. Es una respuesta dirigida a todo el vecindario, mediante altavoz y la misma voz femenina de antes. Pero se lo toma como algo personal. Ha pasado de temer por su vida a estar enfadado. Al tener la ventana abierta el hedor se cuela, así que no tiene más remedio que cerrar y acatar. Entonces se le ocurre que puede ponerse la máscara y tener la ventana abierta. No tarda en descartarlo, pues el hedor impregnaría toda la casa, además de que la perspectiva del hambre se le revela como nueva preocupación. Se acerca a la tapia de metal. Es completamente lisa y no hay ninguna ranura por la que puedan colar comida. Entonces se acerca a la nevera y hace recuento. ¡Maldita sea! Cuando pensaba que hoy sería el día lo hacía con la esperanza de conocer a alguien en el centro comercial, mientras realizaba la compra de la semana. Aún guarda la lista en el bolsillo.

Dado que la ventana es la única vía de comunicación con los entes decide preguntar quién le dará de comer. No tiene tiempo de comentar que hoy era el día que había elegido para abastecerse y que lo que le queda en la nevera solo son restos con los que puede tirar a lo sumo tres días. La respuesta son dos disparos que le silban las orejas e impactan en el retrato de su madre cuando tenía veinte años. ¡Mierda! Después la voz femenina repite mecánicamente que cierre la ventana y permanezca tranquilo. Ahora parece una grabación que salta cuando alguien abre la ventana. Cierra. Se sienta en el sofá. La pantalla azul del televisor cambia. Aparece un mensaje. En tu casa eres libre. Mira las paredes. Mira el retrato roto de su madre. Los agujeros de bala. Hubiera salido gustoso para denunciar que su libertad ha sido violada. El mensaje cambia. Afuera estas a merced de nuestra jurisdicción. A continuación aparecen unos dibujos esquemáticos que representan como se entra en la jurisdicción de los entes. La plaza. Eso es evidente. Un muñeco como el de las señales de tráfico muere acribillado en la plaza. Cómo se supone que todos están ahora tapiados, la próxima animación muestra que asomar la cabeza por la ventana es entrar en la jurisdicción de los entes. Esta vez el muñeco cae abatido por un único disparo en la cabeza. Los entes también están autorizados a resolver conflictos si se abren las ventanas, ya que dan pie a interpretar que el sujeto ha entrado en la plaza. Vuelve la pantalla azul.

Tras largo tiempo mirando la pantalla azul llega a la conclusión de que tiene ante sí la perspectiva del hambre y la perspectiva de la enfermedad. Que les hayan tapiado hace suponer que todos están enfermos, o al menos que consideran que todos están enfermos. Quizás se trata de una enfermedad asintomática, que ya les está corroyendo por dentro. Pero, ¿por qué no les hacen pruebas para intentar encontrar el remedio? ¿Por qué nadie les ha sacado sangre? ¿Es que piensan dejarles morir de hambre? ¿Es eso un remedio? Se levanta y mira la nevera. Un cartón de leche que la situación revela como medio vacío es el resumen de sus sentimientos. Después comprueba que no les han cortado el agua. Se toma un vaso. Piensa que puede racionar más eficientemente si reduce la comida a una o ninguna al día y disimula el hambre llenando el estomago de agua. Renovado de esperanza cree que si aguanta puede demostrar que está sano y quizás le saquen de allí, cuando crean que el peligro de contagio haya pasado. No obstante, se pregunta cómo pueden saber eso si decir algo por la ventana se sanciona con la muerte. Ahora cree que el objetivo es dejarles allí hasta que desfallezcan. No se puede vivir eternamente de agua. Él no cree en esas historias de ermitaños que solo beben de una fuente y pasan el resto del día meditando hasta morir con ciento treinta y cinco años. Se tumba en el sofá y mira preocupado la pantalla.

 

La pantalla arroja una imagen de los Durán reunidos en el salón. No hay sonido. Se puede deducir que están preocupados. No es habitual que los niños de esa familia no formen alboroto. Siempre los escucha corretear y gritar, sonreír y llorar, acusar y perdonar. Habla el padre, aunque para él solo mueve los labios. La madre, sentada, agita la pierna como si fuera una batidora y se muerde las uñas. Se pregunta cuanta comida tendrán, sin olvidar que son cuatro bocas. No obstante, no duda de que es una familia que puede durar mucho tiempo antes de desfallecer. Son arrogantes en la salud. Eso lo sabía antes de que los encerraran. Cuando se cruzaba con ellos en la escalera pensaba en la alegría de esos cuerpos, su fortaleza, la impermeabilidad a las bacterias. Entonces los Durán desparecen por unos segundos y puede leer un mensaje en el que le indican que dado que está en su casa y es libre puede cambiar de canal si así lo desea. Lo hace. Aparece la vieja Catalina tirada en el suelo. Piensa que si está viva al menos no se atragantará con la lengua ya que ha caído de lado. Mira con atención para intentar captar si respira. No obstante, al cabo esto parece imposible, pues la imagen parece tomada por una de esas cámaras nocturnas que lo revelan todo en gris emborronado. Los Durán en ese sentido eran más nítidos.

Ahora es una pareja. No sabe quiénes son y no le suena haberse cruzado con ellos en la plaza. Están discutiendo. Ella parece querer ir a la ventana mientras él se lo impide, a veces con empujones. Poco a poco ella parece calmarse, lo cual se demuestra como estrategia cuando él baja la guardia y ella puede colarse. Cae abatida. Ha sido un disparo certero en la cabeza. Apaga el televisor. Esta vez no ha visto caer a un muñeco. Los entes no dejan dudas. Tras dar varias bocanadas de aire se decide a encender de nuevo el televisor. El canal de la pareja arroja a los dos abatidos. Vuelve al canal de los Durán, que ahora comen con la cabeza gacha y le recuerdan que él también tiene que comer o al menos tomar tres o cuatro vasos de agua para saciar. Después prueba con la vieja Catalina, de la que está más que claro que ha muerto. Entonces decide comprobar cuántos canales hay. Algunas veces reconoce algún rostro, alguna familia de los domingos, a muchos niños y niñas que al salir del colegio se pasaban por el tobogán antes de encarar la cena. Deduce que cada canal corresponde a uno de los pisos que conforman los cuatro bloques de tres plantas que delimitan la plaza fétida. ¿Se trata de ver morir a los demás?

Se detiene en uno que conoce de vista y que todos los días coge el tranvía a las seis y media. Al desconocer su nombre él en el tranvía lo llamaba para sí el ojeroso. No obstante, siempre pensó que era un hombre con familia, sobre todo por lo bien que estaba planchada la ropa, y no, como está viendo ahora, un tipo solitario que llena la mesa de latas de cerveza. El ojeroso ha tenido la ocurrencia de poner una servilleta blanca en el palo de la escoba y agachado abrir la ventana para mostrarlo. Por el momento no se atreve a asomar la cabeza y habla. Intenta leerle los labios, pero no logra articular nada que se asemeje a unos diálogos de paz. En pocos minutos comprueba que los entes se han tomado la banderita como una provocación y lanzan una granada. El ojeroso muere despedazado. Cuando el humo se volatiliza la imagen arroja manchas en la quebrada lente de la cámara. Ahí no hay nada más que ver y reinicia la ronda. No tarda en toparse con otra situación extraordinaria. Esta vez es una familia. No está seguro si conoce a la mujer, con la que puede haber coincidido en la panadería. Al marido no lo conoce para nada y piensa que quizás es carne de los turnos de noche. Tienen cinco niños. Uno de los niños es un bebé y el padre lo lleva en brazos hacia la ventana. Con el niño por delante el padre parece creer que los entes no se atreverán con un bebé. Error de cálculo. La bala atraviesa al niño y al padre, que aun parece vivo. La madre se lanza sobre ellos para cubrirlos mientras los otros niños se van a las habitaciones. La ventana sigue abierta en clara violación de la jurisdicción. Hay dos explosiones. Una que puede ver y otra que supone ocurre en las habitaciones. Ya nadie se mueve. Apaga la televisión por unos momentos. Se le acaba de ocurrir que quizás no solo sea disuasión, sino también eliminación. ¿Pero por qué no acaban con todos de una vez? Más bien parece un concurso en el que no hay que acercarse a la ventana. Pero la ventana es la tentación cuando hay un bebé al que se le acaba la leche de farmacia o un diabético con solo una inyección de insulina. En un concurso de eliminación los primeros en caer son los enfermos y los débiles. La ventana, piensa embargado por la iluminación, es tabú para aquellos que pretenden ganar. Y él quiere ganar.

 

Los concursos de eliminación son también concursos de resistencia. En muchos pisos se ha decidido abrir la ventana como modo de finalizar, de abandonar. Aguantar es ganar. Los canales se han llenado de cadáveres. Los entes eliminan concursantes de dos formas: Disparo directo o granadas. Una vez abierta la ventana se castiga al perdedor. Pero la ventana también es la salida a la penuria del interior. Él mismo ahora tiene que lidiar con media chuleta de cerdo y un huevo. Los Durán parece que tienen una despensa con fondo. Ellos aguantan. Los únicos seres vivos que hay en la pantalla son los Durán. No obstante, nota a los niños apáticos y a los padres desesperados, aunque sin dar señales de querer acercarse a la ventana. A veces siente la impotencia de no poder eliminarlos él mismo. La victoria está tan cerca que le gustaría decirles a los entes que él mismo está dispuesto a lanzar una granada contra los Durán. Pero la ventana es la derrota. Hablar con los entes es regalar la victoria a los Durán. Tienen que ser los Durán los que se acerquen a la ventana, no queda otra, pero el tiempo pasa y calcula que la comida se acabará en los próximos dos días. El estómago ruge. Ya no se conforma con tres vasos de agua del tirón, pues lo mea de inmediato. Desear que los Durán sean eliminados acrecienta la desesperación que produce la falta de tiempo. Al menos ahorra energías viendo la televisión. Piensa que minimizar los movimientos del cuerpo alarga la resistencia. A veces cambia de canal para asegurarse de que no queda ningún concursante más y como modo de evitar la rabia creciente de no poder eliminarlos él mismo.

Solo cabe la sorpresa, piensa con tendencia a la derrota, ya que tal y como está la situación los Durán tienen ventaja. Comen caliente dos veces al día. Él empieza a sentirse cansado y nota que sus movimientos se han ralentizado, consciente de que la carencia la que empieza a hacer mella. Ha dejado de ser el favorito. Si la cosa continua como hasta ahora, calcula que en menos de una semana desfallecerá. Quizás no muera de inmediato y se quede por unos días tirado en el suelo, inmóvil, quebrado. Imaginándose de este modo piensa que quizás sea mejor abrir la ventana. La única esperanza que le queda es pues la sorpresa y el tiempo que le otorga el medio huevo que guarda para mañana o quizás con mucha disciplina para pasado mañana. Bebe. Desear la sorpresa no significa necesariamente que se vaya a producir, más bien lo contrario; pero si se produce, la coincidencia con el deseo desata un efecto de felicidad precedido por la expectación, y es esto lo que ocurre cuando uno de los chicos Durán empieza a convulsionarse. No puede distinguir bien si es Joselito, el que le saluda con sonrisa silenciosa en la escalera, o Gabriel, que siempre va detrás de la pelota en las tardes del parque. Nadie sabe cómo reaccionar. Primero los padres miran compungidos como los golpetazos del cuerpo se ensañan con el niño. Necesita atención médica, piensa. Tras la paralización inicial es el padre el que intenta sujetar al pequeño para que no se golpee la cabeza. La madre parece que grita mientras dice no con la cabeza. Estar cerca de la victoria y ser consciente de que vas a perder propicia que los actos se vuelvan desesperados y caóticos. El niño Joselito o Gabriel, es decir, el que ha quedado en pie, llora y se pega a la pierna de su madre, la cual, al notar el contacto se deshace del pequeño de una patada y se abalanza a la ventana para pedir auxilio. Entonces aparece confeti en la pantalla al tiempo que su rostro. No hay sonido. Hace muecas para comprobar si la imagen es en tiempo real. Está viendo al ganador, se está viendo a sí mismo. Levanta los brazos. Grita por la euforia. Siente que la victoria le estaba destinada. Entonces puede leer que el premio espera tras la ventana. El hecho del confeti no le hace albergar dudas de que le van a dejar salir. Están ustedes ante el ganador. No se escuchan aplausos pero el ambiente es de aplauso. El efecto de felicidad se acrecienta mientras se acerca a la ventana. Después siente un golpe seco en la cabeza.

The day

El apagón

May 8, 2014

Se indigna cuando lee en una carta que debido a unas obras van a estar sin agua un mes. Terror. ¿Cómo se puede soportar eso? ¿Cómo puede el ayuntamiento permitir eso? Cuando vuelve a leer siente alivio. Se trata de publicidad. La carta te pone en la situación de los niños de África que viven sin agua. Pide que les ayude. Después le invade la rabia. No se puede jugar con los sentimientos de las personas decentes así. Ni un puto duro. Yo también ando justo, no de agua, pero sí de dinero. Si un niño de África tiene agua él no puede pagar la factura de la luz. Y sin luz no hay agua caliente pues el calentador es eléctrico. Tampoco hay aire acondicionado, ni el partido de los domingos, ni la serie de los jueves, ni las pajas en las live cam. Se llena un vaso de agua. Bebe la mitad. Bufido de soberbia. La verdad es que prefiere la cola y se permite el lujo de acompañarla con hielo. Si él renunciara a la factura de la luz no podría hacer hielo. Nuestros abuelos lucharon para que nosotros pudiéramos hacer hielo.

Para pagar la factura de la luz tiene que levantarse de lunes a viernes a las seis de la mañana y preparase una café de capsula, que está hecho en menos de cinco minutos, lo cual le permite ganar diez minutos de ducha y salir a coger el tranvía número catorce, a las siete y cuarto. Después le espera el jefe, al que saluda puntual, fresco, lleno de energía. Sabe que el jefe le aprecia y siente las palmaditas en la espalda, a pesar de que muchas veces no se llevan a cabo de manera física. Que la factura de la luz esté directamente relacionada con el jefe es algo obvio, de manera que siempre aprovecha, en la pausa de las diez, para llevarle un café e insinuar que López no va al baño sino a fumar, que Adelaida ha realizado dos llamadas privadas con el teléfono de la empresa a día de hoy y que el chico hace lo que se le manda y cuando se le manda, y que por el momento no se le ven intenciones de escaqueo. De sangre le viene. Al jefe hay que agradecerle que haya contratado a su sobrino y así su hermana, recién enviudada, pueda pagar la factura de la luz.

Es un buen jefe. A veces toman algo juntos a la salida del trabajo. Un poco escondidos. Son ocasiones especiales. El jefe siempre paga los cuba libre. Es en ese momento cuando se siente importante. Entonces el jefe habla del maldito déficit y dice que no le gusta despedir, que es un trauma, y que le agradece muchísimo su ayuda. Se nota que el jefe sufre. El jefe paga los cuba libre y abre su corazón. Con los amigos se puede contar hasta el final. Entonces él le cuenta que siempre le ha molestado que Adelaida utilice el teléfono de manera privada como si fuera un derecho. Además ella no es de las que invite mucho a café. De López solo puede decir que lo ha sorprendido varias veces diciendo mamaculos, pelota de mierda, malparido o despectivamente el heredero. Y eso hiere. El jefe comprende y paga los cuba libre. Con los amigos hasta el final. Con el chico no habrá problemas si estiramos las horas de trabajo sin pagarle más. Puede que si lo aprietan pueden añadir a Norberto a la lista de bajas. El jefe paga los cuba libre. Norberto no dice nada, no habla con nadie, parece que no existe, solo se desliza en las taquillas antes de empezar o terminar la jornada. Solo las cuentas notarán que ha sido despedido. En cuanto al chico, la madre comprenderá los turnos dobles y que es el jefe quién paga la factura de la luz. El jefe le abraza con lágrimas cuando se despiden.

Llegar a casa siempre es reconfortante. Está un poco mareado por el alcohol. Tiene hambre. Con el jefe nunca come cuando hay déficit. Solo cuba libres y palmaditas en la espalda. Abre el congelador. Lasaña boloñesa, pizza picante, alitas de pollo adobadas. Mientras prepara la mesa se topa con la carta del niño de África. La tira. El agua de un niño de África es incompatible con el horno a doscientos cincuenta grados. La pizza le espera. Se extraña cuando se da cuenta que debajo de la carta había otra carta, pues él siempre está muy pendiente del correo. La nueva carta es del jefe y antes de abrirla cierra los ojos y pide un deseo. Querido amigo, siento comunicarte que está tarde será nuestra última tarde juntos. Espero que comprendas que hablamos de un déficit demasiado elevado. No obstante, desde las penurias que hemos compartido y el corazón muchas veces abierto, me atrevo a pedirte un último servicio, el servicio del soldado caído que da su vida para salvar al compañero y me digas, que además de a ti, a quién más puedo despedir. Solo espero que está tarde sea una tarde más de compañerismo, emotiva y eficiente, como tú siempre has sido. Siempre tuyo, el jefe. Es entonces cuando se produce el apagón.

La manzana

abril 9, 2014

Los bloques se disuelven por la bruma. Los cuerpos, a lo lejos, parece que pierden su materialidad y se vuelven sombras. Las luces del tráfico y de neón se aparecen poligonales por efecto de las gotas. Las manos en los bolsillos de la cazadora. Una bufanda que tapa la boca y una gorra de lana que impide que el calor se escape por la cabeza.

De vez en cuando una corriente de aire lo hiela todo. El vaho de la respiración. Las prisas. Parar es morir, es dejar que el que viene detrás te adelante y te quite el asiento individual del tranvía. Hay aglomeración de sombras al doblar la esquina. Sombras coloreadas por los anaranjados chalecos reflectantes, chaquetas plateadas que invitan al baile, sonajeros y mochilas para esquiar. Las sombras tienen codos y te jodes si tienes artrosis.

Pero te has sentado. Has ganado. Una plaza, un travelling de cinco paradas, sin música, pitidos de mensajes telefónicos, el pasar de las hojas de los periódicos, cuchicheos y el plástico de las bolsas. Al mirar a la derecha tienes la bragueta de un vaquero. El cristal mojado. Tres paradas.

Antes de una parada vuelven los codos. Este es un barrio muy poblado en el que todos quieren salir primero. Llegar a casa es una prioridad. Allí todo tiene un nombre y los rostros se vuelven nítidos. Eva, tu mujer. Sentada en el sofá mientras Caín y Abel pelean en la videoconsola. Ella media cuando Abel se cansa de perder, haga lo que haga, y le convence para que su hermano lo vuelva a matar. Caín ríe, pero Abel aprovecha su oportunidad de escapar cuando escucha como papa mete las llaves en la cerradura. Es el primero en abrazarle la pierna. Se siente el más querido hasta que llega Caín y se agarra a la otra pierna. Por poco lo hacen caer. Todo son risas. Los niños van a dormir antes de que ellos cenen. Eva se encarga de todo. Después miran la serie de los jueves. La jornada acaba. El despertador sonará a las seis.

 

Las siete y media es la hora en que la mayoría se dirige a la parada del tranvía para trabajar. Allí los nombres vuelven a perderse aunque no los rostros, algunos habituales a esa hora. Pero no es la hora de ser simpáticos y dar los buenos días. Es la hora de los codos, en donde es imposible trabar amistad y el pasado es el resentimiento, pues esa mujer tan guapa fue la que te apartó con un arañazo de los preciados asientos individuales.

El tranvía para y empieza la lucha por conseguir una plaza, un periódico gratuito, un trozo de barra donde agarrarse. Son los tres objetivos prioritarios para hacer más digerible el trayecto. Pero no has sabido luchar. Has estado lento y una vez más esa mujer tan guapa te ha birlado el periódico y la barra. Estas en medio de todo y solo ves espaldas, sostenido por la presión de los cuerpos. Las paradas desatan la lucha por los asientos que han quedado libres, pero desde tu posición solo puedes aspirar a acercarte a la espalda de uno que trabaja en el mismo edificio que tú para que te abra el camino cuando te toque bajar. Tres paradas.

La estrategia de la espalda conocida le sirve al menos para ponerse delante de la puerta y salir una parada más tarde. Todo un triunfo que los de atrás presionan para que sea un triunfo rápido y sin celebraciones. Cinco segundos para bajar que también premian al segundo, al tercero y al cuarto, mientras el quinto es empujado hacia dentro por la masa que quiere entrar. Aire fresco. Ahora a desandar. Una parada de más son diez minutos, poco más. Por izquierda y derecha le esquivan aquellos que tienen más prisa. Poco a poco la silueta del edificio Edén se vuelve sólida. Toda la quinta planta es suya. Sesenta y cinco empleados y una socia: Eva II.

Lo normal es que ella llegue media hora después que él. No comparten despacho. Él tiene asignadas la tarea de desarrollo de proyectos, derecho y contabilidad. Eva II se mueve en las relaciones institucionales y ventas. En la quinta planta del edificio Edén los rostros están definidos y aunque a alguno no sepa ponerle nombre sabe que trabaja en el departamento de informática. Más que suficiente. Allí todos se apartan cuando lo ven pasar. No hay codos. Su entrada es un saludo continuo hasta que cierra la puerta del despacho. Eva II espera. Noticias importantes. Van a cenar con la Serpiente. Al final ha mostrado interés por el proyecto Bahía Paradiso. Puede incluso que acuda ya con sus modificaciones personales, lo cual sería un sí rotundo.

Llama a casa para decir que hoy no cenará con ellos. Quizás llegue tarde. Esta vez no puede rehuir la cita como hace con otros clientes, lo cual le hace sentirse molesto. Nadie duda de que la Serpiente es un inversor importante. Además hay clientes consolidados con los que no les va mal que pueden comprometer futuros contratos por su relación con la Serpiente. De todos modos nada es seguro y en principio la cena es una toma de contacto.

La quinta planta del edificio Edén ha quedado vacía. Solo quedan Adán y Eva II. Han llamado a un taxi para ir a la cena, pero aun tienen veinte minutos. Repasan los detalles del proyecto Bahía Paradiso; más de quinientos millones de presupuesto y unas expectativas de un veinte por ciento de ganancias. Solo dos problemas: la localización y los ecologistas. La localización porque la Bahía es un pueblo de parados a los que se les regalaron las casas antes de que la empresa de pesca para la que trabajaban quebrara. Los ecologistas porque detrás del pueblo hay una cadena de colinas que lo separan del resto del mundo poblada por una masa forestal milenaria y en la que los del pueblo basan su economía actual. Antes pescadores para una empresa, ahora cazadores y recolectores. En este sentido la Serpiente es el inversor perfecto para superar estos escollos.

La idea es demoler todo el pueblo y hacer un pueblo nuevo, no muy grande, que apunte a la exclusividad. Una milla de oro a pie de playa y casas en las colinas, con perímetros ajardinables de más de cien metros y camino asfaltado hasta el pueblo o hasta la autopista. Los potenciales clientes no son la clase media. Solo tienen planeado construir diez casas. Vendemos paisaje y tranquilidad, un lugar de reposo si se quiere o de grandes fiestas si el buen tiempo lo permite; y todo sin la aglomeración que produce el turismo de sobaquillo.

 

En el taxi no hay codos. En el taxi son arrancadas y frenadas. El tráfico no da para más. Puedes pitar y maldecir. Pero solo tienes un espacio de diez metros para apaciguar la frustración antes de la próxima frenada. Al otro lado de la ventanilla los otros autos cambian de color y de modelo. A veces distingues rostros de los que solo cabe decir masculino, rubio, niño inocente que saca la lengua burlona.

La Serpiente ha presentado sus modificaciones. Todas parecían razonables y han firmado el contrato. La intención es desalojar y empezar las obras en un plazo de seis meses. Está satisfecho y no le preocupa las reacciones de otros clientes, envidiosos de la Serpiente. Pronto la lentitud del taxi empieza a desesperar. Tienes ganas de llegar a casa. Entonces piensa que con las ganancias de Bahía Paradiso podrá comprar un helicóptero y sobrevolar a todas esas sombras que se internan en el asfalto para acudir o al salir del trabajo. Dejar de ser una sombra. Dejar de confundirse con esos cuerpos hostiles y estar en diez minutos en la oficina. Adiós a los codos, a la maldita mujer rubia, a las espaldas sudorosas y las quijoteras en la cara. Al fin llegas a casa.

Eva y los niños no le esperan en el salón. Hay una tranquilidad inusitada. Las luces están apagadas. Saluda en voz alta. Nadie responde. Sube a las habitaciones. Vuelve a saludar. De la habitación de matrimonio parecen venir unos gemidos. Parece Eva. Después cree escuchar a Abel. Cuando entra vee la escena habitual. Abel se lanza a sus piernas para ser el primero en recibirle. Cree que Caín juega a estar escondido en las sábanas. Eva está de rodillas en el suelo. El rostro de Eva parece al límite de la vergüenza. Solloza. Le señala con los ojos las sábanas. Se alarma. Se acerca al bulto y simula que ha descubierto el escondite. Abel se aferra con fuerza a su pierna mientras le pide que no se enfade. Tira de las sábanas y el cuerpecito de Caín aparece ensangrentado. Eva grita mientras Abel vuelve a pedir que no se enfade, pues ha sido Dios quién ha ordenado que por esta vez, sea Caín el que muera.