La noche viene espesa por el calor, la humedad, el sudor, los cuerpos, el alcohol y la cocaína. Las palabras flotan entre los grupos, los ritmos, los vasos, las carcajadas y los insultos. Hay sirenas que provocan miradas morbosas, deseos de que no le ocurra a uno, suspiros de pena y sonetos cínicos que buscan defenderse del íntimo pavor. Hay sirenas que acuden a un grito, a un exceso, a una navaja lanzada, a una botella partida o a unas cejas rotas. Sería mentir si no se dijera que también corren los besos, los pechos descubiertos, las declaraciones y los abrazos a la vera de la playa, llena de sombrillas cerradas, toallas y bragas bajadas. El neón es la estrella que guía a la conciencia y la atrapa en su parpadeo fosforescente, rosa y rojo para el sexo, champagne para el jazz, pistacho para una pausa vegetariana. A veces el rasgado de una guitarra española se cuela por el murmullo como un rayo que marca el tiempo más allá de los minutos, y que acaba confundiéndose con los pitidos de los coches, las ventanillas bajadas y los tambores que suenan por los bafles.
Lejos aún el amanecer, todo fluye en un torrente que va del estómago a la boca y de la boca a una esquina. Kebab, cerveza, chupito de vodka, tequila, rayita, una, dos, tres, cerveza, chupito de whisky, uno, dos, tres. Media noche resumida en un jadeo, tirado en la esquina y al final sonriendo porque aun queda más para tomar y no hay que compartir con los amigos.
Sin ser consciente de los tambaleos y el hedor, se abre paso con sorprendente facilidad, pues los transeúntes se apartan antes de que se les acerque. Los menos afortunados terminan rozándole, y con ello quizás recibiendo una pequeña mancha de salsa picante que ha preferido quedarse en la camisa, húmeda de sudor y saliva. Solo una vez choca con otro, ciego de sangría y coca muy cortada, el cual cae al suelo mientras él sigue su camino, subiendo de nuevo, dejándose engatusar por los cárdenos neones, que prometen bebidas exóticas y mujeres que lo ponen fácil y gratis.
Atraído por la fotografía de Helga, la alemana, dos metros de sexo rubio y ojos azules, se enfrenta a tres porteros que le informan que el club es solo para socios, así que aire. Protesta débilmente y se aleja, sin comprender por qué se le impide la entrada al rey de la fiesta. Después se cuela en un callejón, se sitúa tras un contenedor de basura y expande una fila de polvo blanco que le reafirma en la euforia. Dado que Helga no puede ser lo intenta con Cristina Latina, húmeda, tropical y cuyo hábitat natural es la barra del escenario.
Al entrar, las cambiantes luces ofrecen un escenario vacío y salsa dulzona que alimenta los oídos de un mostrador en el que algunos juegan con vasos de tubo. Encuentra un taburete vacío y se sienta, sin percibir que la camarera, con trazos de maquillaje que pretenden rejuvenecer una mirada asqueada, pone rostro amargo cuando se acerca para escuchar que quiere y lo huele. Whisky doble con hielo, en copa de boca ancha, una cerveza bien fría y la ubicación de los baños. Siempre al fondo a la derecha.
Con el rostro mojado, sensitivamente fresco y la boca floja da un sorbo a su copa y mira alrededor. Pregunta a la camarera donde esta Cristina, varias veces, pero la camarera no entiende o no quiere entender y le ignora definitivamente cuando avizora una mano que sostiene un billete. Un tanto confuso se dirige al hombre que hay a su izquierda, que parece que solo moja el bigote en su jarra de medio litro de cerveza. Con una sonrisa molesta, el hombre le responde con dureza que ya es mayor para diferenciar entre reclamo y realidad, la cual si desea conocer más a fondo, tan solo tiene que efectuar otra pregunta. Dado que el espíritu de gallito azuzado por el whisky y la cocaína aún no ha alcanzado su cénit mira a la derecha y cuando se asegura que el otro ya no le mira, suelta una risita que afirma ganar peleas con tan solo una mano, como aquella vez contra aquel tío de dos metros al que partió la nariz con un derechazo inesperado, eso sí, aderezado con el puño americano que siempre lleva consigo, aunque no lo enseña, pues es la carta que siempre guarda hasta el final.
Sin darse cuenta se ha puesto a hablar directamente con el de la derecha, que hasta el momento chupaba whisky con cola en una pajita rosa y el cual, imbuido por el recuerdo de viejas peleas, afirma que su carta no se anda con chiquitas, pues tiene la figura de mariposa cortante y el don del olvido, pues hay días que despierta con ella en la mano sin saber cómo se ha manchado de rojo, siendo su último recuerdo el rostro de alguien con el que entabla conversación. Para descargar un poco el ambiente y en un intento por hacer un amigo con navaja, se identifica como de esos que toman, que si quiere le invita a una, snif, snif.
Agarrado el quite, el otro afirma que una de las razones por las que guarda también la carta es para protegerse de aquellos que quieren comprar algo, ya que algunos se atreven a pedirle con la sola posesión de una necesidad que no imaginaron cuando tomaron la primera raya y dijeron esto está de puta madre. Él replica que es de los que siempre pagan y que si la que tiene está buena él es perro fiel y siempre le buscará cuando quiera comprar. Dado el precio oficial del mercado se hace con un gramo y se va corriendo al baño, presumiéndose de su habilidad para hacer amigos interesantes, de esos que venden droga por la noche, que han estado en la guerra de los Balcanes, que son de la mafia o saben cómo contactar con ellos, como si fueran extraterrestres con la llave para conseguir una vida plena.
Sin darse cuenta se ha puesto a hablar con alguien que meaba y que ahora se sacude la polla antes de meterla en los pantalones y el cual, avivados los ojos por el recuerdo de los amigos que se han ido, confiesa que hay una diferencia abisal entre los que conocen a gente de la mafia y los que no, y que la manera de saber quién está entre los primeros y quién entre los segundos reside en que los primeros nunca presumen de conocer y si alguna vez lo hacen poco tiempo tardan en tropezar con un coche.
Más interesado en probar la mierda que le han vendido que mencionar su poder de realizar una llamada al señor Pestolazzi para acojonar a ese malparido, se mete en el excusado, cierra la tapa, mete del tirón medio gramo y aspira como si se acabara la vida. Pero la cosa no viene de Suramérica, sino de una tienda de chucherías que quema la fosa nasal con fuerza de cal viva y que por efecto de la respiración empieza a formar burbujas. Corre directo al grifo y esnifa agua, que lo desemboza todo hacia la garganta, dejando un regusto bilioso a frutos del bosque.
Al salir, arrebatado por la furia, con un moco que desciende como una cascada hacia su barbilla, busca con la mirada al camello, el cual, charla animosamente con los otros dos como amigos de toda la vida, de esos que han compartido momentos de penuria y de alegrías, la banda, los tres mosqueteros a los que no les hace les falta un d´Artagnan. Toda la furia se resuelve en compasión cuando piensa que esos tres chicos han crecido en barrios duros, donde ser más rápido que el otro era una premisa, donde ganaba el que más miedo daba, siendo éste el que más demostraciones de brutalidad hacía.
Se acerca a ellos con buenas intenciones y tan solo pide que le devuelvan el dinero si no quieren una azotaina. Los tres, espoleados por formar grupo, se sonríen y se miran como en el juego del ratón y el gato. El que le ha vendido la cosa, como principal interpelado, enfebrecido por el recuerdo de antiguas azotainas, afirma que lo que le ha vendido es de primera calidad, digna de cantantes de rock, corredores de bolsa, modelos de primera línea, disk-jockeys multitudinarios, reyes de la fiesta; así que, dado que cuenta con el apoyo de sus amigos, su verdad queda reforzada, por lo que encuentra perfecto el momento de lucir mariposa y dejarse llevar por el olvido.