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Mirar

julio 6, 2018

No lo puede tener, pero lo puede mirar. El escaparate está lo suficiente limpio para ofrecer con máxima transparencia el precio del reloj de los hombres dinámicos, flexibles, que miran la hora mientras caminan, no sin antes arremangar la chaqueta de un golpe seco, sofisticado para los ojos que observan. El reloj brilla tanto que hace necesario el uso de gafas de sol para ubicar sus manecillas. Son las diez y diez, la hora de la felicidad.

No puede tener las gafas de sol, pero si cierra los ojos es como si las tuviera. Se siente duro, inaccesible, elegante y por enésima vez dinámico. Esa es la palabra. Dinamismo. El movimiento que hacen posible unos zapatos de cuero de ciervo negro y brillante, de una flexibilidad absoluta y la garantía de que con el tiempo no va a presentar arrugas. Hoy estás en Zúrich, mañana en Bangkok. Avanza. Siempre hacia adelante. Agarrando la maleta del mismo cuero que los zapatos, a los que hace juego, y que guarda documentos que nadie conoce pero de los que emana la colonia del triunfo. Por eso abrir los ojos a la calle molesta. El centro comercial queda atrás y se sumerge en el mundo de las imitaciones. Nadie puede ser el hombre dinámico si lleva gafas falsificadas, abaratadas, plastificadas. Le molesta que no se den cuenta. La realidad es una falsificación de los dioses fotográficos. Los relojes que se amontonan en la parada del tranvía marcan el límite del ser y no ser. Ni siquiera el golpe seco para mirar la hora alcanza la excelencia del modelo. Problemas de espacio. Hay peligro de golpear a alguien. Mejor remangarse discretamente, con vergüenza. Son las ocho y veinte, la hora de la tristeza.

Abrir la puerta del piso es abrirse al deseo de fagocitar en la pantalla los cuatro por cuatro que avanzan sobre sinuosas carreteras. Las ruedas se fusionan en el asfalto y el reloj, que brilla a través de la ventanilla, adorna las manos firmes sobre el volante que dirige hacia una reunión ineludible. El mundo se decide en un cuatro por cuatro que garantiza la llegada al destino. No vas a morir en esta carretera, vas a salir del todoterreno, maleta en mano, retirar las gafas de sol de los ojos para posarlas en el cráneo y así poder observar sin filtros a la chica de labios gruesos que ha abierto la puerta. Pero no puede soñar con el hotel porque el estómago aprieta. Sentado en la taza del wáter sí puede en cambio imaginar mientras lee que le pertenece la mansión donde guarda los balones de oro y los mundiales, las primeras botas de fútbol o el primer contrato millonario. En la mansión se siente familiar, cercano a los suyos, sin olvidar a los amigos del barrio, con los que juega en la cancha que hay en la parte trasera. Pero todo se aleja cuando tiene que tirar de la cadena y descubre que hay sangre en la caquita que acaba de expulsar. La noticia que trae consigo la sangre no se puede falsificar. Son las doce en punto, la hora en la que todo acaba.